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PEQUEÑAS INFAMIAS

La ley del esfuerzo

Carmen Posadas

Lunes, 11 de Septiembre 2017

Tiempo de lectura: 3 min

Los ortodoxos tienen una hermosa costumbre. Cuarenta días después de la muerte de un ser querido, sus allegados se reúnen para festejar el sorokoustom. Según su tradición, el alma de los difuntos permanece durante todo ese tiempo en la Tierra visitando los lugares que ha vivido, despidiéndose de los que ha amado. Los deudos, por su parte, conservan durante esos mismos cuarenta días y en algún lugar de la casa que tuviera especial significado para él o para ella una copita de vodka y una vela encendida destinada a guiar sus pasos hacia el otro mundo. Cumplido el plazo, se organiza una fiesta. No triste ni fúnebre, sino lo más alegre posible, con vodka y música, porque se trata de celebrar que el espíritu de esa persona tan querida vuela ya al paraíso. Si les cuento todo esto es porque quiero celebrar mi propio sorokoustom para honrar la memoria de un amigo, de Ángel Nieto. En realidad, no necesita mi pequeño homenaje. Pocas veces he visto que a alguien se le haya dispensado un adiós más sentido, más emocionante. Tres días duró su despedida, con momentos verdaderamente inolvidables, como cuando cerca de doscientos moteros hicieron rugir sus motores ante las puertas del tanatorio, escoltándolo más tarde hasta la iglesia en la que rezamos un responso. O cuando más de veinte barcos acompañaron al 12 + 1 de Ángel para dejar sus cenizas cerca de su cala favorita. Sin embargo, es otro Ángel al que quiero recordar ahora, el que, cada vez que me veía, me soltaba: «A ver, Posadas, ¿cuándo vas a escribir mis memorias?». Yo le decía que para eso no me necesitaba, ni a mí ni a nadie, que su vida era tan única que solo él podía contarla. Y en verdad lo fue, porque la historia de Ángel Nieto es mucho más que la historia de un chico de Vallecas que, contra todo pronóstico y solo con su tesón y talento por combustible, consiguió ganar 13 veces el Campeonato del Mundo de motos. Es la historia de una España que no solo ya no existe, sino que ni siquiera se valora mucho. La España de las alpargatas de esparto, la del seiscientos y la catalítica, la del landismo y las suecas. La España de las penurias, pero también la de aquellos que pensaban que no había otra que espabilar y esforzarse porque nadie les iba a sacar las castañas del fuego y cada uno era responsable de su suerte. Es la España, por ejemplo, de tres amigos que se conocían de la calle. Uno se llamaba (y se llama) Juan Palacios; el segundo, Paco Hernando; y el tercero, Ángel Nieto. Como sabían que nadie les iba a regalar nada, decidieron, cada uno por su lado, echarle un pulso al destino. Perseverar, arriesgar, caer y volverse a levantar. Pencar, currar, creer en sí mismos y, sobre todo, no rendirse nunca. Empezaron vendiendo relojes puerta a puerta el primero, vaciando alcantarillas el segundo y siendo mecánico el tercero. Años más tarde, Palacios llegó a ser un referente mundial en el mundo de la relojería, Hernando hizo una fortuna como constructor y Ángel Nieto no hace falta que yo les glose quién es. Si cuento la historia de estos tres amigos es no solo para recordar a Ángel, sino también a todos los que como él, y en distintas y variadas disciplinas, se han esforzado por perseguir sus sueños. Con sus caídas y sus remontadas, también, cómo no, con sus luces y sus sombras. En otros países, como en los Estados Unidos, por ejemplo, existe un culto -o mejor dicho, un respeto- al éxito. En España, salvo si uno es deportista (y a veces ni siquiera en ese caso), al que triunfa se lo mira con sospecha. ¿Qué tendrá este que no tenga yo? ¿Qué habrá hecho para llegar hasta aquí? La envidia nacional, dirán ustedes, y probablemente sea verdad. Pero se trata también de la coartada perfecta para los que no quieren esforzarse, así como un freno social para los que sí les gustaría intentarlo. Por eso yo quiero dedicar mi particular sorokoustom no solo a Ángel, sino a todos los que, en una España mucho más gris y difícil que la nuestra, se la jugaron y ganaron. También a los que ahora, con dificultades e impedimentos diferentes -ladran, luego cabalgamos-, deciden, a su vez, intentarlo.