Hazte premium Hazte premium
ANIMALES DE COMPAÑÍA

Cataluña española

Juan Manuel de Prada

Lunes, 23 de Octubre 2017

Tiempo de lectura: 3 min

En estos días tristes en que la herida del separatismo sangra más que nunca (y, si se cierra, será en falso), mucha gente piensa que, para restaurar la unidad de España, basta con invocar la Constitución de 1978, que ha dado alas al mal que se pretende combatir. Estas invocaciones a la Constitución me recuerdan las chanzas que le dirige el ciego al Lazarillo, mientras le aplica vino en las heridas que él mismo le ha causado, descalabrándolo con una jarra de vino: «¿Qué te parece, Lázaro? Lo que te enfermó te sana y da salud». Es cierto que querer sanarnos con lo que antes nos ha enfermado es error muy propio de nuestra época petulante. Pero la perseverancia en el error sólo acarrea más dolor y quebranto. La Constitución del 78 instauró una unidad artificial (una «liga aparente», que diría Unamuno) en nada parecida a la unidad histórica de España, que amparaba la más espléndida variedad de tradiciones culturales e instituciones jurídicas (que el rey español tenía que jurar, a cambio de conseguir la lealtad de cada pueblo); y la argamasa que mantenía cohesionada tanta variedad era la unidad de creencias, que favorecía la creación natural de lazos de raigambre. Contra esta unidad histórica se alzó en el siglo XIX una utopía arbitrista que quiso hacer tabla rasa de tan espléndida variedad, instaurando un régimen administrativo homogéneo, organizado de arriba abajo. Esta utopía arbitrista destruyó nuestra unidad histórica, que se fundaba sobre las diferencias y se había construido de abajo arriba; pues cada marca, señorío, condado, principado o reino se había incorporado al proyecto colectivo en condiciones distintas. Y, no contenta con desatender la naturaleza de la unidad española, esta utopía arbitrista rompió la unidad de creencias que nos había servido de amalgama y separó a los españoles por abismos de ideas contradictorias y ríos de odio. Así nacieron los separatismos, que son la respuesta natural a este arbitrio; y que, en puridad, no son sino réplicas en miniatura de su delirio, regurgitaciones sentimentales de las quimeras contractualistas que el liberalismo había acuñado (nación, soberanía, etcétera). Nuestra Constitución del 78 pretendió mezclar en su coctelera ambos disolventes: consagrando, por un lado, una unidad artificial de España que, a la vez que se acoge a la tabla rasa contractualista, rompe la unidad de creencias; instaurando, por otro lado, un régimen administrativo autonómico sin ningún fundamento histórico, con el solo propósito de halagar con un placebo y sobornar con riadas de dinero a los separatismos. ¿Alguien puede creer seriamente que con estos mimbres se pueda lograr la unidad de España? Tal vez sean el paraíso de la demogresca, que se alimenta extendiendo la cizaña entre los pueblos; tal vez sirva para fortalecer a las distintas facciones políticas, que convirtiendo a sus adeptos en jenízaros de tal o cual ideología se aseguran su alternancia en el poder. Pero no hay patria que pueda mantenerse unida con tales ingredientes explosivos. Unamuno nos alertaba sabiamente que sólo la religión dota de un «espíritu común» a los pueblos; y que toda unidad que no tenga como argamasa la religión es «la liga aparente de la aglomeración». Esta liga aparente de la aglomeración se ha sostenido con sobornos económicos que han llenado los bolsillos de una oligarquía política corrupta; pero, a la vez que se sostenía esta liga aparente, se erosionaba lo que Unamuno llamaba «la patria del espíritu», que no se construye con cesiones de competencias ni con cambalaches politiquillos, sino con lazos de raigambre verdaderos, con amores y dolores compartidos. Esta patria del espíritu fue la que alentó al ejército catalán que, desde la Marca Hispánica, colaboró en el proyecto común de la Reconquista; esta patria del espíritu fue la que inspiró a los catalanes su heroica resistencia en el sitio de Gerona y sus hazañas en el Bruch, hitos fundamentales en la derrota del invasor francés. Y es que los catalanes siempre fueron un pueblo extraordinariamente aguerrido. Lo fueron mientras defendieron la patria del espíritu a la que se refería Unamuno; y lo fueron también cuando, destruida esa patria del espíritu por los arbitristas, se empezaron a bañar en los ríos del odio. Quienes piensan que las turbulencias económicas y el miedo a quedarse 'fuera de Europa' achantarán a los catalanes no conocen a este pueblo (al que confunden con sus oligarquías corruptas). No habrá una Cataluña española mientras no se restablezca nuestra unidad histórica. Todo lo demás es querer sanar usando como remedio lo que antes nos ha enfermado. O sea, puro cinismo.