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PEQUEÑAS INFAMIAS

Pesimistas 2.0

Carmen Posadas

Lunes, 18 de Diciembre 2017

Tiempo de lectura: 3 min

Hace años que Alain de Botton, un joven filósofo al que admiro, intenta, sin mucho éxito, lamentablemente, poner de moda el pesimismo. Digo lamentablemente porque yo también soy partidaria (y practicante) de esta filosofía que tiene como ilustres padres a Séneca, a Schopenhauer o a Nietzsche. A ver si soy capaz de explicarles mi punto de vista antes de que me borren para siempre de su lista de lecturas y opten por Paulo Coelho o Jorge Bucay. El pesimismo es anatema en nuestros días. Yo no sé quién convirtió el optimismo en nuestra nueva religión laica. Tal vez fue el american dream, ese que ha hecho creer a los norteamericanos –y por extensión al mundo entero– que cualquiera puede alcanzar sus metas si lo desea y lucha por conseguirlas. Los periódicos están llenos de ejemplos emocionantes en este sentido. Personas que logran vencer enfermedades incurables, niños poco espabilados en el colegio que se convierten en Einstein o en Mark Zuckerberg, mujeres que luchan y logran superar obstáculos imposibles. La nunca contada cara B de estas noticias, en cambio, son los millones y millones de personas con igual empuje, abnegación e inteligencia que no logran su objetivo. Personas que no solo tienen que convivir con su derrota, sino también con la idea de que son culpables de su fracaso, puesto que, según el sueño americano y ahora universal, todo es posible, abracadabra, si uno lo desea con suficiente fuerza. Frente a esta exaltación del optimismo exacerbado, los filósofos del pesimismo ofrecen otra receta. Séneca, por ejemplo, decía que detrás de una persona enfadada o frustrada siempre hay un optimista irredento. Las personas que se duelen o desilusionan al ver la falta de lealtad de un amigo, según él, tienen la encantadora y a la vez ingenua idea de pensar que todo el mundo es bueno miríficamente incondicional. Por eso, y siempre según su teoría, es más inteligente ponerse en lo peor y esperar poco de las personas. Humorísticamente él proponía que había que tragarse un sapo cada mañana porque así todo lo que viniera a continuación nos parecería buenísimo. Me parece un poco extremo incluir un batracio en nuestra dieta matutina, pero sí creo que es conveniente redibujar nuestro mapa de la realidad sabiendo que no basta con el esfuerzo ni con la inteligencia para que las cosas salgan bien. Al final la vida es azarosa y, sobre todo, injusta, y quien vive en Disneylandia y cree lo contrario tiene muchas más papeletas para ser infeliz que quien menos espera de la vida. Aunque también es verdad por fortuna que lo que nos quita por un lado nos lo devuelve por otro completamente inesperado. Otro irredento pesimista, Arthur Schopenhauer, tenía, a propósito de la tan traída y llevada búsqueda de la felicidad (misión irrenunciable, huelga decir, de todos los optimistas), una curiosa teoría. «Existe un error innato en la creencia de que hemos nacido para ser felices», escribió él. «A quien persevere en idea tan absurda, el mundo le parecerá siempre injusto y lleno de contradicciones. Mucho puede ganarse en cambio si a los jóvenes se les ayuda a erradicar la idea de que el mundo tiene todo para ofrecerles». ¿Es Séneca un masoquista y Schopenhauer un aguafiestas y cenizo? Desde luego sus teorías son la antítesis de las que se manejan hoy. Vivimos en un mundo en el que, para animarnos, se nos dice siempre que la vida es maravillosa, extraordinaria, sublime. Sin embargo, como infirió Nietzsche, otro cenizo declarado, existe un lado perverso en esto del optimismo indesmayable porque, cuando algo va mal, pensamos que somos los únicos desposeídos de la suerte. Creemos que somos desdichados mientras que el resto del universo es feliz. Y por supuesto nadie nos saca de nuestro error, dado que la demás gente tiene que fingir también que está encantada de la vida. Y así nos engañamos en bucle, cada vez más solos en esta vida que en efecto es maravillosa, pero también dura, inexplicable, arbitraria. Por eso yo, antes de saber que estaba en tan selecta compañía filosófica, ya era pesimista irredenta. Y, como no espero nada de nadie, las sorpresas que me llevo son, en su mayoría, estupendas.