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PEQUEÑAS INFAMIAS

Esas cosas que a uno se le ocurren a fin de año

Carmen Posadas

Lunes, 01 de Enero 2018

Tiempo de lectura: 3 min

Este año, en vez de hacer buenos propósitos para el 2018, me ha dado por mirar atrás con cierta benevolencia. No es habitual en mí. Por lo general soy inmisericorde conmigo misma (consecuencias de mi educación victoriana, me temo). Pero esta vez, en cambio, decidí no sacarme defectos, sino ver qué había aprendido sobre esa asignatura que podríamos llamar 'Los afectos'. No los familiares, tampoco necesariamente los románticos, sino los que uno entabla en general. O dicho de otro modo, los que se buscan en otras personas sabiendo que, como decía Oscar Wilde, hay que tener mucho cuidado con los deseos, porque corre uno grave peligro de que se cumplan. Así, si miro atrás y veo lo que buscaba de joven, eran amigos y festejantes que fueran lo más sensacionales posibles. El novio más vistoso, la amiga más divertida, el amigo con el casoplón más grande. Después de que el novio vistoso resultara un narciso de libro, la amiga divertida, agotadora, y el amigo del casoplón, más aburrido que chupar un clavo, maduré. «Ah, no –me dije–. Se acabó valorar a la gente por lo externo, olvidemos el continente y vayamos al contenido», y aposté por el intelecto. A partir de ese momento decidí que lo más atrayente de otras personas era su inteligencia. Y no me fue mal, al menos al principio. Me encantó encontrar personas con las que podía hablar de Shakespeare o de santa Teresa sin miedo a que me tomaran por una sabionda, horrible pecado en una sociedad en la que es infinitamente más aceptable pasar por ignorante que por pedante. También disfruté mucho escuchando. Soy lo que se dice una oreja perfecta y me da igual que el tema sea la paradoja del gato del señor Schrödinger o los ritos de apareamiento de la mosca del vinagre, todo me interesa. Esta fue mi elección durante la cuarentena y la cincuentena y no digo que haya abjurado del todo de ella. Pero al entrar en la sesentena he descubierto que empiezo a valorar algo que con cuarenta años me parecía aburrido y, con cincuenta, solo un premio de consolación. Hablo de la bondad. Fíjense que escribo 'bondad' y me echo a temblar, porque soy muy consciente de que suena blandiblú o a aburrimiento supino, sobre todo cuando hablamos de una pareja. Me interesó leer hace poco que en realidad soy muy poco original. Que mi escala de valores coincide punto por punto con la de la mayoría. Decía Schopenhauer, que dedicó muchos de sus esfuerzos a estudiar esa deliciosa, inexplicable y, por encima de todo, arbitraria pulsión que llamamos 'amor', que lo que uno busca como pareja son en realidad personas con las que no solo tiene muy poco que ver, sino que posiblemente jamás elegiría como amigas. Según él, esto se debe a que lo que uno busca inconscientemente es la genética más adecuada para procrear: el más fuerte, el más codiciado, el más guapo también. Que este perfil coincida con frecuencia con los más egocéntricos o los más infieles es más que comprensible. Por suerte uno crece y ya no necesita aparearse. Busca entonces personas de gustos afines, en mi caso, la curiosidad intelectual, por ejemplo. Pero sigue uno cumpliendo años y ¿qué busca entonces? Simplemente lo que necesita en ese particular tramo de la vida. Ni al más guapo ni al más importante ni tampoco al más inteligente, sino al que más lo querrá y mimará. El que no brilla, pero no falla; el que no sabe quién es Schopenhauer, pero cumple sus teorías al pie de la letra. El cálido, infalible y redentoramente bueno. Lástima que tenga uno que hacerse viejo para aprender algo tan elemental.