Lunes, 03 de Septiembre 2018
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Ojalá todos ustedes ya lo sepan. Eso querrá decir que, al menos en el primer momento, se la ha recordado como se merecía. Marisa Sánchez, la gran dama del Echaurren, se fue de Ezcaray directa al cielo, donde tiene a parte de sus hijos, una vez que se despidió de la familia de abajo. Los deja tristes, pero con las vidas encarriladas y llenas de sentido, que es lo que les importa a las buenas madres. Han sido muchos los que en estas dos semanas la han recordado en textos rebosantes de respeto y de cariño, pero asumo con gusto dedicarle esta columna, aunque sea postrera, para que, en estos tiempos en los que todo se difumina con la misma velocidad con la que llega su figura pública, no sea flor de un día. La madre de los Paniego ha vivido una vida larga con dedicación exclusiva a la familia y a la cocina, a la suya, que ha sido tanto un lugar físico como un modo de guisar y de entender la vida. Se puede ser elegante en un palacio y también en una casa de comidas. Se puede tener la misma determinación y delicadeza ganando un mundial de patinaje artístico que aligerando un guiso. Lo que no se puede en este país es pronunciar la palabra 'croqueta' sin que te venga su nombre, como no se puede decir 'Mediterráneo' sin el eco de Serrat. Pese a ser de tierra adentro, pocas manos han sido más delicadas que las suyas con la otra gran dama de la cocina, la merluza. Porque Marisa Sánchez, en su sencillez, ha sido más vanguardista que ninguno en su obsesión por dar clase y finura a las recetas y respetabilidad a los productos de su tierra, que viene a ser lo mismo que ahora persiguen los grandes cocineros mundiales.
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