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PEQUEÑAS INFAMIAS

'Noblesse oblige'

Carmen Posadas

Lunes, 07 de Octubre 2019

Tiempo de lectura: 3 min

Empiezo por decir que nunca he sentido demasiada fascinación por títulos nobiliarios ni testas coronadas. Para mí, todo el mundo es igual y no atribuyo a las personas más mérito que aquel del que ellas mismas logren hacerse acreedoras por su comportamiento, su trabajo o su talento. Dicho esto, creo también que las personas que, o bien por su nacimiento o bien por matrimonio, adquieren la condición de aristócratas deben –o deberían– comportarse como tales, regirse por esa vieja premisa francesa del noblesse oblige, que el Diccionario de la Academia Francesa define de la siguiente manera: «Quien se clame a sí mismo como noble debe conducirse como noble». Pertenecer a una clase privilegiada tiene muchas ventajas, pero conlleva también ciertos peajes, y no se puede ser aristócrata para unas cosas y hombre o mujer de a pie para otras, según convenga. Para no citar ejemplos patrios que están en la mente de todos, voy a hablar de casos que se dan más allá de nuestras fronteras. El primero es tan chusco que da hasta risa. Hablo del príncipe Laurent de Bélgica y su particular modo de asistir a los desfiles militares. Vestido de gala y con entorchados de almirante, Laurent no dudó en hablar por teléfono mientras se entonaba el himno y luego bostezar ostentosamente el resto de la ceremonia ante la mirada atónita y desesperada de su mujer, que en varios momentos intentó llamar su atención. Acabado el acto, Laurent se fue sin saludar a los invitados, diciendo que no estaba de humor… Días más tarde explicó su actitud del siguiente modo. «No busco notoriedad, solo me limito a ser yo mismo. Creo que la gente se da cuenta de cuando hay cálculo detrás de una actuación o una intención política, y no es mi caso. Me limito a ser como soy, como con mi esposa, como contigo, como con todos los demás». También arguyó que de niño lo había pasado fatal porque sus padres hacían diferencias entre él y su hermano por el simple hecho de que Felipe iba a ser rey. «Sufrí muchísimo», confesó compungido. Otras dos personas que, según parece, también sufren muchísimo son Charlene de Mónaco y Meghan Markle. Charlene porque, por lo visto, se lleva mal con su cuñada Carolina, de modo que, en represalia, ha decidido no asistir a ninguna boda familiar y ausentarse de celebraciones emblemáticas del Principado, como el Baile de la Rosa, por ejemplo. Cuando se le pregunta cuál es su razón, dice que está muy ocupada con su «labor como madre». La misma excusa pone Meghan Markle para no ir a los actos que la aburren, y lo más asombroso es que la gente la disculpa, porque como vivimos en un mundo tan dislocado, basta que uno invoque a los hijos como coartada para que cualquier excusa suene plausible. Y da igual que tanto una como otra tengan un ejército de nannies a su servicio. Y da igual que al día siguiente de hacer tal afirmación abandonen a sus hijos para hacer un viaje privado y visitar amigos a cuatro mil kilómetros de distancia. Nada de esto importa porque ¿cómo vamos a privar a estas dos pobres chicas de tener una vida 'normal', esa que ellas tanto añoran porque lo que de verdad les gustaría es tomarse unas cervezas en el bar de la esquina o comerse una hamburguesa chorreante de kétchup con sus coleguis como hace todo bicho viviente? Y, en vez de estos deleites, resulta que a las pobrecillas les toca estar en sus palacios oyendo tocar a Zubin Mehta o escuchando un aburridísimo discurso de Macron, vaya tortura y coñazo. A mí lo que más me sorprende de estos casos es la simpatía que despierta este tipo de personajes. Incluso dan pena porque la gente los imagina prisioneros en una terrible y despótica jaula de oro. No es mi caso. Yo lo único que admiro es a personas que, si la vida las pone en una situación de privilegio, saben que han que apechugar con lo malo, y con una gran sonrisa, además. En este sentido, recuerdo siempre una frase de la reina Sofía. Cuando una vez le preguntaron en qué consistía ser reina, respondió que, entre otras muchas cosas, significaba desterrar para siempre de su vocabulario dos frases: «No quiero» y «No me apetece». Nobleza obliga.