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Casa Urola

Lunes, 20 de Enero 2020

Tiempo de lectura: 1 min

En esto de la escritura sobre pucheros, lo más habitual es que cuando alguna salsa se quema saltemos como resortes a poner las cosas en su sitio. Sin embargo, cuando se trata de lo contrario, nos solemos dar poca prisa. Así que para remediarlo vengo hoy, raudo y veloz, a contarles uno de estos momentos de reencuentro y felicidad que me ha acontecido en el habitual retorno navideño a las calles donostiarras. En alguna ocasión llamé la atención sobre el riesgo que se cernía sobre la imagen de la capital guipuzcoana como icono gastronómico en relación con lo que estaba ocurriendo con los pinchos, y con esa preocupación y tomando medidas andan ahora el sector y la Administración. Pero de bien nacidos es contar lo que se hace bien –alguna vez hemos hablado de Amaia Ortuzar, que acaba de convertir el clásico Tamboril a la filosofía ‘ganbariana’– y a eso vengo esta vez. En las cosas del comer soy más de mesa que de barra, pero ocasiones hay en la vida. Entrar cual turista por la calle Fermín Calbetón y encontrarse Casa Urola, de cuya mesa soy seguidor confeso, pero cuya barra no había frecuentado, y ver dos pizarras llenas de propuestas que te comerías una por una hasta completarlas, emociona como buen verso o un buen vino. Si los valores de la gran culinaria contemporánea son el mercado, la temporada y las cocciones en tiempo real, a la minute, les garantizo que la que sirven en formato pequeño en el bar de Pablo Loureiro los cumple todos. ¿Se imaginan poder tomar pechuga de paloma con champiñones, liebre guisada sobre arroz de hongos o un pulpo con papada y sopa de patata en porciones mini, a la velocidad a la que no se echa de menos la silla y atendido como un ángel?