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MI HERMOSA LAVANDERÍA

Cuando se enfríen los aplausos

Isabel Coixet

Martes, 12 de Mayo 2020

Tiempo de lectura: 2 min

Hay tanto ruido últimamente que es casi imposible escuchar la voz de la propia cabeza. Esa cacofonía de discursos que se bambalean y contradicen ocupa un espacio tan grande que es un milagro que seamos capaces de respirar y no perder el equilibrio. En este caótico caldo de cultivo, ¿cómo saber si nuestra pretendida solidaridad sirve realmente para algo? ¿Cuál es la mejor manera de ayudar al prójimo? ¿De ayudarlo sin alharacas, sin miedo, sin cálculo? ¿De ponerse en sus zapatos y pensar qué será lo mejor para él? La auténtica generosidad es eminentemente práctica y forzosamente modesta, aunque esto es discutible: mucha gente puede pensar que mientras se ayude, da igual que se pregone a los cuatro vientos. Da igual que a muchos les joda: ahí tenemos las críticas a las donaciones de grandes empresarios. O el comentario que he oído en innumerables ocasiones cuando personas famosas dan dinero o materiales: siempre habrá quien diga que deberían donar el doble o el cuádruple. Siempre habrá quien proteste y se queje y enmiende la plana. Siempre. Estos días, la única arma que hemos tenido para evitar la hecatombe ha sido la solidaridad, la única. ¿Se imaginan qué hubiera podido pasar si todos los profesionales de la salud, incluyendo al personal de limpieza de hospitales y residencias, se hubieran quedado en su casa, cosa que hubieran podido hacer de pleno derecho? La única barrera entre la amenaza del virus y nosotros ha sido su dedicación, su arrojo, su valentía, su entrega. Han puesto su vocación de servicio por delante de sus propios intereses e incluso de sus vidas. Muchos han muerto. Muchos estaban retirados, han regresado al trabajo cuando nadie los obligaba; se han contagiado y han fallecido. Nuestra deuda con ellos es impagable y no se cubre sólo con aplausos, porque lo que han hecho y siguen haciendo va mucho más allá. Hablo de las enfermeras que han utilizado sus propias tablets para que las familias pudieran ver a los enfermos ingresados y despedirse de ellos. Hablo de las mujeres de la limpieza que han desinfectado tabletas de chocolate de las máquinas expendedoras para consolar a niños ingresados. Hablo de los doctores con hijos y familias a los que no han podido ver en semanas. Hablo de turnos de catorce horas. De cambiarse de ropa veinte veces en un día hasta perder la noción del tiempo. Hablo de volver a trabajar en fin de semana porque uno se siente inútil en casa sabiendo que los compañeros están desbordados. Hablo de miradas generosas que han acompañado a enfermos hasta la muerte, cuando ya lo único que importa no es el abrazo o la caricia o la palabra, es  simplemente estar ahí. Ahí. No olvidemos algo fundamental: es un sistema sanitario público diezmado a propósito por políticos deleznables al servicio de intereses privados el que ha forzado al sacrificio de estos hombres y mujeres. Lo mejor que podemos hacer por ellos es no olvidarlo y exigir responsabilidades. No lo olvidemos cuando se enfríen los aplausos, no lo olvidemos.

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