Pocas cosas tan reconfortantes a lo largo del día como una taza de café. Mejor dicho, varias tazas de café. Fundamental esa primera, recién levantados, que nos pone en marcha. Importante la de media mañana, en esas pausas en el trabajo «para tomar un café». Imprescindible la de la sobremesa, tras la comida. Tranquila la de media tarde. Y si la cena es fuera de casa, de nuevo inevitable la que será la última del día. Reconozco que puedo permitírmela porque el café no me quita el sueño. Tal vez por lo mucho que he bebido a lo largo de mi vida. Siempre, eso sí, solo y sin azúcar. La leche y el dulce desvirtúan su sabor. Y aquí llegamos a un problema que tenemos los cafeteros. ¿Por qué el café que se sirve en bares y restaurantes españoles es habitualmente tan malo? Echo de menos los cafés de cualquier rincón de Italia. O de Portugal. Gente cafetera. En Lisboa, a cualquier hora del día encontrarán las pastelerías llenas de clientes disfrutando de una taza, acompañada casi siempre de un pastelito. Me sobra esa segunda parte, que dejo a los golosos, pero envidio la calidad de esos cafés, siempre solos. En los buenos restaurantes lisboetas les ofrecerán distintos tipos para que elijan su preferido. Mientras tanto, en España, salvo contadas excepciones, tendrán que conformarse con la marca que haya elegido el propietario del establecimiento. Y esperar que lo elaboren correctamente, lo que no es frecuente.
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