Quienes logran salir de Corea del Norte, con uno de los regímenes más brutales del planeta, no solo se juegan la vida. Una vez en Corea del Sur tienen que aprender a usar el cajero automático, un grifo y hasta el inodoro. Y se enfrentan a una terrible revelación: toda su vida estaba basada en mentiras. Por Thais Oyama

Pocos lugares en el mundo reúnen tantas almas desafortunadas como el centro Hanawon de apoyo a los Refugiados de Corea del Norte, en Seúl. Ser uno de sus 400 residentes implica haber vivido bajo el yugo de uno de los regímenes más claustrofóbicos del planeta, haber estado a punto de morir de hambre y no haber leído jamás un texto que no fuera producido por la propaganda oficial del gobierno de Pyongyang. También sufrir la amenaza constante de ser enviado a un gulag por una larga lista de motivos. El más absurdo. no referirse a alguno de los miembros de la dinastía Kim por su obligatorio tratamiento. Kim Il-sung, el fundador de la saga, es el Sol de la Humanidad; Kim Jong-ill, su hijo, es el Querido Líder; y Kim Jong-un, nieto e hijo de los anteriores y máximo mandatario del país, es el Supremo Líder.

Víctimas de la desnutrición, los norcoreanos son hoy 11 centímetros más bajos y pesan 10 kilos menos que sus vecinos del sur

Para llegar hasta Hanawon, sus residentes han tenido que sortear numerosos riesgos. El primero, recibir un disparo por la espalda mientras trataban de llegar a China; después, que un policía chino se apiadara de ellos y decidiera no entregarlos de regreso a su tierra; y, por último, confiar en que el gran gigante comunista tuviera la caridad de enviarlos a Seúl. Este ha sido el camino recorrido por todos los inquilinos de Hanawon. Al llegar a la capital del vecino del sur, sin embargo, todos descubrieron que ser libre no es exactamente lo que soñaban.

Los refugiados llegan con carencias demoledoras. En primer lugar, los efectos de años sometidos a una dieta famélica. Siete décadas después de la partición de la península, los norcoreanos son hoy, de media, once centímetros más bajos y diez kilogramos más ligeros que sus hermanos del sur. Las diferencias físicas, sin embargo, son apenas una anécdota ante el abismo cultural que separa a ambos pueblos.En los años noventa, tras el colapso de la URSS y el cierre del grifo soviético, el sistema educativo, sanitario y de distribución de alimentos de Corea del Norte comenzó un catastrófico deterioro. Hoy en día, en cualquier ciudad norcoreana, un niño se puede considerar afortunado si va a la escuela algunos días, y el acceso a la energía eléctrica es tan reducido que la mayoría de las familias se van a la cama cuando se pone el Sol. La única excepción es Pyongyang, capital y escaparate del país, donde solo se puede vivir con un permiso especial del régimen.

La diferencia resulta abismal cuando miramos hacia el vecino meridional, la ultracompetitiva y pujante Corea del Sur. Allí, el centro Hanawon funciona como una especie de cámara de descompresión en la que el refugiado del norte se va exponiendo, poco a poco, a la nueva realidad. A una hora de la capital surcoreana, el centro es una instalación aislada en una región poco habitada. Está fuertemente vigilado y su ubicación exacta no puede ser divulgada. Estas precauciones tienen como objetivo dificultar el trabajo de los espías norcoreanos infiltrados en Corea del Sur que intentan localizar a disidentes. Los propios huéspedes de Hanawon, antes de ingresar en el centro, son investigados por el Servicio Nacional de Inteligencia (SIN) para comprobar que no son agentes a las órdenes de Kim Jong-un. Realizada la comprobación, arranca la fase de reeducación, que dura tres meses. En ese periodo aprenden, entre otras cosas, a subir y bajar escaleras mecánicas, ir de compras, usar tarjetas de crédito, cajeros automáticos y electrodomésticos como el horno y la lavadora e, incluso, la taza del inodoro. Muchos nunca habían visto nada igual.

Para quien acaba de aterrizar proveniente de Marte, todo es nuevo. Lo más impresionante es el impacto que les causa visitar Seúl, cuenta Jung Hun Seung, director de Hanawon. En grupo, ya que los inquilinos del centro tienen prohibido circular por su cuenta, recorren la capital con sus más de diez millones de habitantes, sus cientos de miles de coches, sus incontables rascacielos y sus centros comerciales que exhiben productos que jamás pensaron que pudieran existir. Al ver a sus compatriotas caminando libremente por las calles, algunos en patines, agarrados de la mano, con auriculares escuchando música que nadie ha elegido por ellos, viviendo en lugares elegidos por ellos, los norcoreanos sufren un shock, revela Seung. Muchos pasan varias noches sin poder dormir después de la excursión.

Tras su primer paseo por Seúl, con sus escaparates, coches y rascacielos, muchos de ellos pasan varias noches sin dormir

En las clases de historia y política impartidas en Hanawon a los recién llegados les esperan nuevas sorpresas. Se les cuenta, por ejemplo, que la guerra entre las dos Coreas estalló el 25 de junio de 1950, cuando 100.000 soldados norcoreanos se adentraron en el sur con equipamiento soviético en un ataque sorpresa que obtuvo un éxito aplastante y que, en pocos días, las fuerzas militares surcoreanas estaban en total retirada. Es decir, todo lo contrario de lo que ellos habían aprendido, ya que para la historiografía comunista fue Corea del Sur la que atacó primero. También asisten perplejos a revelaciones como que Corea del Norte dista mucho de ser el Paraíso de los Trabajadores ni la segunda nación más feliz del mundo, después de China . Estas informaciones les provocan una gran desazón afirma el director Seung. Pero lo que más les cuesta entender son las reglas del mercado. En Corea del Norte, el Estado es el proveedor de todo, y la sociedad, al menos en teoría, es igualitaria. Por eso, a los norcoreanos no les entra en la cabeza que por vivir en Corea del Sur no tengan automáticamente un empleo, una casa y un coche, como los que circulan por Seúl. Piensan que son discriminados por su origen. No tienen la más mínima noción de conceptos como esfuerzo, competitividad y meritocracia, afirma Seung.

Cuando, por fin, entienden que el Estado no va a encargarse de ellos para siempre y que tienen que buscarse la vida, nuevamente se disparan las diferencias. En Corea del Sur, el 82 por ciento de los jóvenes acceden a la universidad, mientras que, entre los 23.000 norcoreanos que viven allí, la cifra no supera el cinco por ciento y, de estos, pocos lograrán un título. La mayoría desiste afirma Dong Ju Yun, director de una escuela de refuerzo para estudiantes norcoreanos financiada por varias ONG. Se dan cuenta de que jamás alcanzarán el nivel de sus compañeros de clase. Al medir la distancia entre sus sueños y la capacidad para realizarlos, se acaban uniendo a los demás norcoreanos que trabajan en supermercados, fábricas y restaurantes.

A los ojos de los países desarrollados de Asia, los norcoreanos son ciudadanos de segunda categoría, seres tan exóticos como un oso panda azul. El mejor lugar para comprobarlo es la ciudad china de Dandong, separada de la norcoreana Sinuiju por el río Yalú, donde prospera un singular negocio turístico. Vea de cerca Corea del Norte y hablé con un norcoreano, propone un cartel en el puerto de la localidad. Media docena de lanchas aguardan la llegada de clientes frente a un kiosco que alquila binóculos. También se venden galletas, pan y salchichas, aunque no estén destinados, precisamente, al consumo de los turistas. Si lo desea, puede arrojárselo a los norcoreanos desde el barco. Tienen hambre y son muy pobres. No conocen ninguno de estos productos, explica la vendedora. Por apenas 100 yuanes por persona (16 dólares), los turistas embarcan en las lanchas en grupos de seis. El piloto reduce la velocidad al pasar ante los soldados norcoreanos que patrullan la frontera y advierte de que los militares no pueden ser fotografiados. Un poco más adelante se detiene ante un niño que mira obnubilado hacia la embarcación. Los pasajeros chinos comienzan a gritar excitados al arrojar hacia él los paquetes de salchichas comprados en el kiosco. El chico agarra el envoltorio y sale disparado. Corre porque tiene miedo de que un soldado le robe la comida, explica el conductor de la lancha.

Ambas Coreas aseguran promover la unificación nacional. Para el norte, ese mensaje forma parte de su perorata propagandista. No dudan en afirmar que los surcoreanos sueñan con vivir en el norte, en el Paraíso de los Trabajadores, y que si no se produce una inmigración masiva hacia su país es por la implacable represión del Gobierno de Seúl. Mientras tanto, en Corea del Sur, la unificación es parte del postulado nacionalista que, tradicionalmente, han compartido tanto la izquierda como la derecha. Sin embargo, las cosas están cambiando y la población cada vez es más indiferente, especialmente los jóvenes. Para entender este desinterés solo hay que echar mano de los datos. Cuando Alemania Oriental se unificó, la diferencia del PIB per cápita entre ambos estados era de uno a tres. En el caso de la península coreana, esa desventaja es de uno a 44. Los surcoreanos tienen claro quién pagaría la cuenta de la reunificación. Además, en Corea del Norte, Kim Jong-un y sus generales, por más que se ‘hagan los locos’, saben perfectamente que en el hipotético caso de que las dos Coreas se unieran, el norte sería absorbido por el sur y que no sería improbable que su cabeza acabara separada de su idolatrado cuello.

No en vano la dictadura norcoreana es una de las más crueles conocidas por la humanidad. No solo por haber condenado a millones de personas a la ignorancia, el hambre y la mentira; ni siquiera por mantener a 300.000 hombres, mujeres y niños confinados en campos de prisioneros. La tiranía de los Kim es doblemente cruel porque alcanza incluso a quienes consiguen escapar de sus dominios. Para las personas que consiguen huir, como Joo Young Lee y los residentes de Hanawon, el régimen tiene reservado un castigo aún más retorcido. el sufrimiento interminable de sentirse para siempre una extraña aberración humana.

¿Irá Kim a la guerra?

Corea del Norte ha prometido varias veces transformar Seúl en un mar de fuego y ha amenazado con barrer del mapa a los agresores de los EE.UU. La última vez, el pasado abril, el mes favorito para sacar brillo a los ánimos nacionalistas por el aniversario de Kim Il-sung, padre de la patria. Kim Jong-un, su nieto, declaró el estado de guerra a Seúl con el dedo acariciando el botón nuclear. O eso dijo. El fervor guerrero, en todo caso, se le alivió en pocos días. Pero ¿es creíble que el ‘regordete’ líder vaya algún día a la guerra? Los analistas creen que el potencial nuclear de Pyongyang es reducido y sus sistemas de bombardeo, ineficientes. Eso se traduce en escaso riesgo de ataque hacia los EE.UU., si bien la opción de un bombardeo sobre sus bases en Japón, Corea del Sur o Guam, en el Pacífico, son creíbles.

Menos debate suscita la negativa del régimen a renunciar a su programa nuclear. Desde 1990, año en que este salió a la luz, puso en marcha un exitoso modelo de chantaje. A saber: amenazas seguidas de promesas de contención a cambio de dinero, comida y la suspensión de embargos, que se rompen en cuanto obtiene lo que desea. Corea del Norte no desistirá del átomo bélico, porque como ha escrito el analista de asuntos coreanos Andrei Lankov. Sin él, el país se igualaría a naciones como Ghana, que tiene una población tan pequeña y los indicadores económicos tan miserables como los norcoreanos.

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