Cualquier situación, por difícil que sea, será más digerible si va acompañada de una exquisita comida y un gran vino. Winston Churchill lo tenía claro. Por eso hizo de la buena mesa una estrategia política

Un nuevo libro cuenta cómo el primer ministro desarticuló a través del paladar hasta al más impenetrable de los estrategas, se llamase Roosevelt o Stalin… La unión de los aliados contra Hitler no se forjó en los despachos, sino entre copas.

«Si pudiera cenar con Stalin cada semana, no tendríamos más problemas con él», le dijo Churchill a Montgomery en una playa de Normandía

Winston Churchill se valió de almuerzos y cenas de gala para conseguir lo que no obtendría ni en la más distendida reunión protocolar. Creía que los encuentros cara a cara -cuanto menos formales, mejor- eran perfectos para lograr sus objetivos. Hasta la tan británica pausa para el té era útil a sus intereses. Sin embargo, en los casos de verdadera importancia, el primer ministro británico prefería las cenas. «Si pudiera cenar con Stalin cada semana, no tendríamos más problemas con él» , dijo Churchill al mariscal Montgomery en una playa de Normandía poco después del desembarco de 1945.

Desembarco de Normandía: lo que nunca se cuenta del Día D

No siempre se salió con la suya, pero el desarrollo y desenlace de la Segunda Guerra Mundial muestran cómo una buena mesa y un gran vino pueden ser, en manos de un estadista seductor, auténticas armas letales. Así lo recoge el libro Dinner with Churchill, de Cita Stelzer (ed. Short Books), del que reproducimos algunas de las mejores escenas y menús.

Winston Churchill

1941, agosto. A bordo del ‘USS Augusta’.

Gran Bretaña llevaba casi dos años en guerra con Alemania, y Estados Unidos se mantenía neutral. Francia había sido ocupada y, pocas semanas después de que Churchill fuese nombrado primer ministro, en mayo de 1940, Holanda y Bélgica se habían rendido a los nazis. Churchill lo tenía claro: era vital obtener el apoyo de EE.UU. para no perder la guerra. Pero en la campaña electoral de 1940, el presidente americano Benjamin Roosevelt había prometido no entrar en el conflicto. Churchill tenía que verlo cara a cara. Era imprescindible. En enero de 1941, Roosevelt aceptó, por fin, un encuentro. Un secretismo marcó la cumbre. El 9 de agosto, Churchill se reunió con Roosevelt en el barco USS Augusta, junto a la costa de Terranova. Para gran alegría del inglés, el presidente americano lo invitó a almorzar. Para reforzar la que sería denominada como una ‘relación especial’ entre Gran Bretaña y EE.UU., Churchill dedicó varias horas a organizar un servicio religioso al día siguiente a bordo del navío británico Prince of Wales, en el que ofrecería un almuerzo decisivo. Decidió personalmente qué servirían a Roosevelt. Quería platos inusuales, de temporada y británicos . Al final se decantó por la carne de urogallo como plato fuerte. Fue todo tan bien que, por la noche, cenó de nuevo con Roosevelt en el USS Augusta. La estrategia de rebajar temas candentes con placeres del paladar había resultado. Churchill tenía ya una relación personal con Roosevelt. Un paso crucial.

1941-1942. Navidades en la Casa Blanca.

El 7 de diciembre de 1941, Japón atacó la base marítima de Pearl Harbor y Alemania declaró la guerra a EE.UU. cuatro días después. Churchill temía que la lucha contra Alemania se viera subordinada a una guerra estadounidense contra Japón en el Pacífico. Por ello creía esencial verse otra vez, cara a cara, con Roosevelt para convencerlo de una estrategia común, con Europa como teatro principal. Creía que solo allí ganarían la guerra.

Al llegar a la Casa Blanca, Churchill aclaró: «Necesitaré jerez en el desayuno, un par de güisquis en el almuerzo y champán y coñac antes de acostarme»

Churchill llegó a Washington el 22 de diciembre de 1941. Su general de brigada, Sir Leslie Hollis, escribió: «La alianza angloamericana era entonces como acero sin templar. a los americanos los inquietaba que los británicos quisiésemos decirles qué hacer. Nosotros, en cambio, queríamos aclararles que no buscábamos dirigir la alianza, sino estar en ella como iguales». Muchos años más tarde, Alonzo Fields, mayordomo de la Casa Blanca en aquel tiempo, recordó la primera mañana de Churchill allí, el 23 de diciembre. El premier lo llamó a su habitación. «Vamos a llevarnos bien, ¿verdad? -le dijo. Me haría falta un gran vaso de jerez antes del desayuno, un par de vasos de güisqui escocés con soda antes del almuerzo y champán francés y coñac de 90 años antes de acostarme».

Su diplomacia de comedor funcionaba tan bien que el general Marshall se quejaba de que Roosevelt solo hablaba de la guerra con Churchill

En los días siguientes, Roosevelt y Churchill se quedaron charlando, bebiendo y fumando hasta las tres de la madrugada. Estas largas sesiones siguieron durante tres semanas, para constante enfado de Eleanor, la mujer de Roosevelt. «Mamá estaba de los nervios -recordaría Elliott, su hijo, y cada tanto iba al salón a lanzar indirectas sobre la conveniencia de ir a dormir, pero Churchill ni se inmutaba».La noche de Navidad, Roosevelt y el estadista británico disfrutaron del banquete navideño en el Gran Comedor de la Casa Blanca, con más de 40 colaboradores y amigos. Tan exitosa resultó la churchilliana diplomacia de comedor que el general George Marshall se quejó de que Roosevelt solo hablaba de la guerra con Churchill, por lo que él y su par británico debían devanarse los sesos para saber qué tenían en mente sus jefes.

Agosto de 1942. Cenas en Moscú.

Estados Unidos se sumó finalmente a la guerra en Europa: las tropas norteamericanas llegaron a Gran Bretaña el 26 de enero de 1942. Hitler había emprendido la ofensiva por sorpresa contra Rusia el 22 de junio de 1941. Por su parte, Stalin había firmado con el Reino Unido un tratado de asistencia mutua. Y Churchill creyó que su encanto personal y ‘gastronómico’ seduciría también al bastante menos cordial líder soviético. El inglés empezó escribiéndole cartas en junio de 1940. Y en julio de 1941, él y Stalin ya intercambiaban felicitaciones de cumpleaños, hasta que el ruso acabó aceptando una reunión cara a cara. Tras llegar a Moscú el 12 de agosto de 1942, Churchill fue agasajado con caviar y vodka, pero también con platos y vinos de Francia y Alemania.

El premier británico, entonces de 67 años, esperaba un frío recibimiento en Moscú: su hostilidad hacia el régimen de Stalin era conocida. Llevaba, además, malas noticias. no iba a abrirse un segundo frente europeo para aliviar la presión que sufrían las fuerzas soviéticas en el frente oriental.
Todo empezó así con mal pie, pero a Stalin le gustó escuchar los detalles sobre los bombardeos británicos de Alemania, y la reunión terminó en una atmósfera de cordialidad. No obstante, el diálogo del día siguiente resultó infructuoso. Churchill no pudo arrancar a Stalin nada que no fuese la repetida exigencia de abrir un segundo frente. El menú servido en el banquete de despedida no reflejó las carencias en la asediada Unión Soviética: caviar, caza, cordero lechal y esturión al champán. Los brindis fueron interminables.

A las 19.00 h del día siguiente, Churchill fue a despedirse de Stalin, pero este lo invitó inesperadamente a tomar unas copas en el Kremlin. «Siempre estoy a favor de una política de ese tipo» , sonrió el inglés. Stalin descorchó una botella tras otra y aquello se convirtió en una cena. Al principio, Stalin no probó bocado, pero tras cuatro horas de charla se produjo un avance significativo. De pronto, Stalin empezó a comer con auténtico apetito. Me ofreció una cabeza de cerdo, que rechacé. La atacó entonces y se la comió llevándosela a la boca con el cuchillo. Luego cortó las mejillas del animal y las devoró con los dedos». Si Churchill se sintió asqueado, su sensación de triunfo por haber roto el hielo compensaba el espectáculo. Inmediatamente, envió un telegrama a Clement Attlee, el primer ministro en funciones en Londres. «Acabo de cenar durante seis horas con Stalin y Molotov, a solas. Nos hemos despedido en los términos más cordiales y amistosos».

Churchill

Teherán, noviembre de 1943.

El resultado de la guerra distaba de ser seguro. La primera reunión de Roosevelt, Churchill y Stalin se realizó en la capital de Irán, para determinar dónde concentrar los recursos militares. El 28 de noviembre Roosevelt, que veía a Stalin por primera vez, ofreció una sencilla cena norteamericana: filete de carne con patatas. Stalin fue el anfritrión la noche siguiente, en una cena más íntima, con grandes resultados. Las bromas que Stalin dedicó a Churchill, secundadas por Roosevelt, interesado en cimentar su relación con los soviéticos, provocaron que la noche fuera aciaga para el inglés, que aguantó el tipo.

Él mismo planificó la cena del 30 de noviembre, día en que cumplía 69 años. Una vez más, supervisó todo al detalle. Stalin llegó malhumorado. Accedió a que lo fotografiaran bajo el escudo real británico, pero rechazó uno de los cócteles tan del gusto de Roosevelt y rehusó estrecharle la mano a Churchill. Con la comida todo mejoró: trucha asalmonada del Caspio, champán y vinos franceses y persas, que facilitaron los numerosos brindis. La cena limó asperezas, y en el almuerzo del día siguiente los tres líderes acordaron una crucial estrategia para la victoria final: la operación Overlord, el asalto a Europa continental por las playas de Normandía en mayo de 1944.

Yalta, febrero de 1945.

El desembarco en Normandía, del 6 de junio de 1944, había sido un éxito; en agosto de ese mismo año, norteamericanos y británicos liberaron París, y en septiembre entraron en Alemania. En enero de 1945, los soviéticos liberaron Varsovia y Cracovia. A Churchill le interesaba ahora determinar el futuro de Europa tras la guerra. Y aspiraba a resolver el problema planteado por Polonia. Roosevelt quería establecer una institución de posguerra que mantuviera la paz mundial. Stalin se negaba a todo, casi por regla. Pero volvió a colmar a todos con botellas de champán helado y bandejas con caviar. La primera cena oficial, a cargo de Roosevelt el 4 de febrero, fue típicamente estadounidense, pero se bebió vodka y ‘cinco tipos de vino’ . El 8 de febrero, Stalin montó su propia cena en el palacio Yusupof. Hubo 20 platos y 45 brindis. Churchill daba buena cuenta de más y más botellas de champán del Cáucaso, Stalin estaba de un humor excelente y Roosevelt decía que la atmósfera era ‘familiar’.

El 10 de febrero fue el turno de Churchill: caviar y una mezcla de platos occidentales y rusos. Hubo brindis, desde luego, pero nadie se embriagó. Roosevelt ya no vaciaba su vaso tras cada brindis, y Stalin le echaba agua al suyo cuando nadie lo veía. Churchill, en cambio, aguantaba bien y lisonjeó a Stalin, haciendo un llamamiento a que los aliados siguiesen unidos y condujesen al resto de las naciones a la luminosidad de la paz victoriosa . Pese a sus acreditadas dotes persuasivas, fue incapaz de lograr una Polonia independiente, uno de sus principales objetivos. La condición de potencia mundial de Gran Bretaña disminuyó cuando las tropas estadounidenses invadieron Europa desde el oeste y los soldados soviéticos, que duplicaban a los alemanes, avanzaron desde el este. Roosevelt no llegó a ver estos hechos: murió de hemorragia cerebral el 12 de abril de 1945, tras finalizar la contienda. Su vicepresidente, Harry S. Truman, ocupó su lugar en Potsdam, la siguiente y última reunión de los tres grandes entre copas.

 

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