El jefe de la caverna

Cada vez que leo una noticia relacionada con Atapuerca, me acuerdo con cariño y agradecimiento de un suegro que tuve en la juventud y que me puso en contacto con mi parte cavernícola. Si les digo que antes de conocerlo yo era barbilampiño, y luego observan la fotografía que corona esta página, a la que apenas le falta un burdo abrigo de piel de oso, se harán una idea de cuánto me cambió semejante epifanía. Incluso despertó en mi interior instintos que tienen olvidados quienes consiguen alimentos con solo reclamar la atención de un camarero y se calientan sin necesidad de frotar piedras o de robar la llama original a la tribu enemiga que la mantiene encendida. Otra cosa son los problemas sociales que de esto derivan, pues nadie entiende que, después de las presentaciones en las fiestas, yo necesite olfatear.

Este suegro era argentino, pesaba ciento veinte kilos sin estar gordo, medía dos metros y peinaba hacia atrás una media melena rizosa que, hay que admitirlo, completaba una estampa de macho alfa por la que cosechaba suspiros cuando paseaba por la calle. El destino lo introdujo en mi vida cuando yo estaba a punto de convertirme definitivamente en un fastidioso urbanita cultureta que, al llegar a Buenos Aires, decía cosas como que quería bajar al Subte porque allí arrancaban muchos cuentos de Cortázar. O visitar el café La Biela, en el elegantísimo barrio de la Recoleta, para hacerse una idea de cómo era el ambiente en el que Borges y Bioy echaban la tarde hablando de sagas escandinavas, de cotilleos de la alta sociedad o del tipismo malevo de las pulperías de Palermo.

Sí, yo era así. Pero me salvó este suegro, con su antipedagogía de Pigmalión a la inversa que me despojó de todas las capas de educación burguesa hasta descubrir en mí al hombre esencial, bruto, estepario, feliz en la existencia primaria de las satisfacciones inmediatas que desde hacía años gritaba para ser liberado del pedante que lo retenía como a un cautivo de ese extenso campo de prisioneros que es la civilización. Mi suegro no lo hizo porque quisiera ayudarme. Lo hizo para comprobar si merecía a su hija, como en un proceso de selección darwinista. La primera vez que me citó para encontrarnos a solas, no me esperó en un salón con libros, fumando en pipa y vertiendo brandi de una frasca, para preguntarme cosas como mi titulación universitaria o mis intenciones en el siempre proceloso sector de las finanzas internacionales. Qué va. Me dio la dirección de un club de frontón cercano a la avenida 9 de Julio. Y ahí, en la puerta, dejó encargado que me dirigieran al vestuario, donde él me esperaba tieso en el centro de la estancia, con los brazos en jarras, completamente desnudo y, esto también hay que admitirlo, con una dotación proporcional al tonelaje de su cuerpo. Yo no supe muy bien qué debía hacer, si desnudarme también, para aceptar un desafío comparativo en el que traía la desventaja del frío que hacía en la calle, o si pedir un cuchillo de sílex para empezar el duelo por la chica y quién sabe si hasta por la sucesión en la jefatura del clan cavernario. De lo que se trataba era de jugar al frontón, y por supuesto perdí, y me sofoqué, y rompí una ventana con una pelota desgobernada como una bala perdida que provocó un sonoro grito de ¡gallego pelotudo! .

Las pruebas se sucedieron durante semanas. Placajes de rugbi con los varones de la familia. Natación entre lobos marinos en Uruguay. Examen ante la parrilla ritual del asado, lo más parecido a cazar bisontes sin ser multado. Llegado un momento, incluso después de romper con aquella esposa de forma prematura, mi suegro y yo ya no podíamos vivir el uno sin el otro, casi diría que sin pintarnos la cara el uno al otro mojando primero los dedos en la sangre todavía caliente de un mamut abatido. Años después, aún me busco el neandertal, tres veces por semana, boxeando. Mi mujer actual está encantada porque dice que, si por algún sitio tenía que salirme la crisis de los cuarenta, mejor en el ring que en el adulterio.

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