La travesía

Tengo simpatía por los propietarios de pequeñas embarcaciones de recreo que a bordo se ponen una gorra de oficial de la Armada. Mi afecto proviene de un hombre al que conocí en Buenos Aires, cuya familia era un fracaso, y que solo en el ínfimo habitáculo de los mandos de su embarcación de recreo, con la gorra puesta, sentía que las cosas le obedecían y que su existencia no era del todo una estafa del destino. Lo conocí porque era el padre de una novia extravagante que se echó un amigo mío. Él la había salvado en un supermercado del guardia que pretendía retenerla por cortar un queso y ofrecerlo luego a los clientes desnuda mientras una amiga le hacía fotos para un proyecto artístico sobre la sociedad de consumo. La rescató, tomaron café, etcétera.

Tiempo antes, mi amigo me había acompañado a tres funciones consecutivas del musical Cats en un galpón portuario reconvertido porque yo quería ligar con una de las cantantes (mi actual esposa). Se cobró el favor cuando me pidió que me incorporara a una travesía en el barco familiar desde el estuario del Tigre hasta Punta del Este (Uruguay) a través del Río de la Plata. A bordo había cajas y cajas de champán rosado y ginebra. ¡Que no pasemos sed ni agua! , gritaba la esposa y madre, que era una borrachuza tremenda que iba a todas partes con dos amigas muy retocadas por la cirugía que entre semana la ayudaban a perder cantidades ingentes de dinero en las apuestas del hipódromo de Palermo.

No puedo pensar en esa familia sin acordarme de los Tenenbaum. El matrimonio tenía otro hijo, el único loco diagnosticado entre ellos, un chico que agarraba los móviles de los visitantes y los arrojaba por la ventana porque decía que esos eran los instrumentos con los que la CIA lo vigilaba. No sé, le dije a mi amigo justo después de que mi móvil saliera por la ventana, si encerrarme con esta gente durante tantas horas en un espacio tan pequeño vale lo que tres funciones de Cats. Estuvo de acuerdo, y agregó que por lo menos nos tendríamos el uno al otro. Como Frodo y Sam en Mordor. Cuando embarcamos en el club náutico de Tigre, la nueva novia de mi amigo llevaba puesto un sombrero con red de apicultor porque decía que en ese estuario abundaban los mosquitos. Miráaa, si parece el velo del vestido de novia ! , le dijo la madre a mi amigo, ya con una copa de champán rosado en la mano, y en ese preciso instante yo decidí entregarme a la risa y el alcohol, con la única preocupación de que mi teléfono móvil pudiera volar de nuevo, esta vez hasta las aguas lodosas del Tigre. El padre era un tipo excelente que al principio se esforzaba por fingir normalidad, como si a uno de esos días perfectos en familia, de barco, ensalada y sol, con los que fantaseaba antes de casarse no le fallara de modo tan estrepitoso el material humano. Pero se iba desesperanzando, y cada vez más permanecía refugiado en su habitáculo de patético almirante de su propia vida. Abajo, mi amigo quiso impresionar a las damas con un truco de cosmopolita que consiste en frotar el cuello de una botella de champán hasta que el corcho salta solo. Uuuffff gimió una de las viejas, borracha, cuánto hace que no me frotan así . Luego, para cambiarse el traje de baño, pidió una toalla, y la madre, borracha, le dio una de manos para que, al salir con ella ajustada a la cintura, como una minifalda, las señoras se la pudieran levantar para verle el culo. Y el almirante en su cabina, ignorando las carcajadas.

Cuando llegamos a puerto, resultó que mi amigo había olvidado la documentación para el ingreso en Uruguay. Dijo que no podría soportar las burlas y ahí mismo, con la maletita en la mano y las gafas de sol puestas, saltó por la borda. Lo sacaron del agua los policías de la Prefectura. Del calabozo fue más difícil sacarlo, hubo que recurrir a un diplomático uruguayo al que conocíamos de jugar al fútbol en la playa durante otros veranos. Regresados a Buenos Aires, durante un tiempo temí que mi amigo comenzara a arrojar móviles por las ventanas.

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