El hombre triste

Una historia ínfima me fascina desde hace tanto tiempo que tendré que convencer a Garci de que haga una película con ella. La recuerdo tres veces por semana, cuando paso por Cuatro Caminos hacia donde estuvo la gradona del Metropolitano y trato de imaginar, por los edificios y las bodegas que aún perduran, cómo era el barrio a comienzos de los sesenta.

El campeón del mundo del peso pesado Floyd Patterson buscó desde niño espacios oscuros en los que ocultarse. Una estación de Metro en Brooklyn, el hangar de un aeródromo abandonado, la ciudad de Madrid. Patterson ingresó en la memoria del deporte como un púgil demasiado bondadoso, sin instintos predadores, que además tenía un miedo atroz, no al dolor, sino a la vergüenza de la derrota. Gay Talese lo retrató entrenando en el hangar del aeródromo con una angustia comparable a la de la última vigilia del condenado a muerte. En la grabación de su combate contra Alí, Patterson da pena, clavado en el centro del ring con la guardia muy cerrada y ortodoxa, como era habitual en los pupilos de Cus DAmato, lanzando al aire ganchos que no conectan, mientras Alí dedica medio minuto a destrozarlo psicológicamente bailando a su alrededor mientras le amaga golpes que no da.

En los albores de la Edad de Oro del peso pesado, antes de que surgieran Alí, Frazier y Foreman, Floyd Patterson vivió una gran rivalidad de resonancias literarias contra Sonny Liston. Las personalidades no podían ser más antagónicas. Sonny Liston era un feroz producto del gueto con pasado carcelario que podría haber perseguido las ambulancias de los adversarios para rematarlos. Años después de su retirada, la Mafia lo asesinaría en Las Vegas luego de ponerlo a trabajar en la periferia chunga de los casinos. Nada gustaba más al periodismo americano que estos combates maniqueos en los que el boxeo se convertía en lo mismo que el cine según John Ford. Dos personajes y un conflicto . El duelo final tuvo lugar en Chicago en 1962.

Abreviemos, que hay que llegar a Cuatro Caminos. Patterson perdió. Escandalosamente. Fue desbrozado con un K. O. prematuro comparable a los que años después coleccionó Mike Tyson, por cierto, el último gran pupilo de Cus DAmato, a quien el entrenador sacó del barrio y sentó a comer en su casa junto a su familia. Terminada la pelea, Floyd Patterson debía enfrentarse a lo único que en realidad temía. la mirada del otro después de perder. La mirada que seguramente lo perforó repetidas veces en lo que tardó en llegar al vestuario, donde por fin pudo ponerse la barba postiza y las gafas que trajo para huir sin que nadie lo reconociera. La huida fue larga.

El primer avión al extranjero que despegaba del aeropuerto neoyorquino al que llegó Floyd Patterson un día después del combate iba a Madrid. Un espacio oscuro donde ocultarse, como cuando de niño pasaba horas acurrucado en el Metro para refugiarse de no sabía qué. Aquí empieza la película de Garci. De igual modo que El hombre tranquilo no arranca en el combate, sino cuando John Wayne baja del tren en Irlanda. Empieza cuando Floyd Patterson se registra en una pensión de Cuatro Caminos con la barba postiza aún puesta y con un nombre falso, Aaron Watson. En realidad, poco se sabe de cómo fueron los días de Patterson en Madrid. Eso es lo que en parte habría que recrear, con algunas licencias para la ficción. Lo que se sabe es lo que él mismo contó cuando habló del viaje como de una suerte de penitencia purificadora, de castigo autoimpuesto durante el cual incluso se obligó a alimentarse solo de sopa porque era precisamente lo que jamás le gustó comer. Patterson contó que solo frecuentó barrios populares, deprimidos, como si los neones de Gran Vía constituyeran una alegría prohibida por su mortificación. Imaginen esos barrios de Madrid en 1962. Lo que tuvo que suponer la visión de un hombre negro de casi dos metros que, alucinado, tristísimo, arrastraba las piernas por la calle y sorbía sopa, solitario, en las cantinas. De él me acuerdo tres veces por semana.

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