El arquero poético

NEUTRAL CORNER

Hace semanas, fui a ver un partido de fútbol disputado por chavales de seis o siete años. A pesar de la edad, compiten y tienen una vida que remeda la de los profesionales, con uniforme de campo y de calle, horarios estrictos, listas de convocatorias y derrotas que pesan varios días y que motivan charlas de introspección más profusas que las de muchos matrimonios en crisis. Cabe preguntarse si no existe demasiada presión, sobre todo cuando algunos padres parecen volcar sobre esos chicos la responsabilidad de vengar los fracasos de sus propios sueños infantiles: el partido de vuelta contra la vida que a veces juegan los hijos obligados a remontar, y del que ya he hablado. Pero, en realidad, y sin entrar en el moralismo de las pedagogías a las que se accede por el hecho de pertenecer a un equipo, deberse a compañeros y ampliar el territorio existencial más allá de la familia, lo cierto es que lo pasan bien y se sienten tan parecidos a los futbolistas profesionales que les imitan los gestos, los andares y los ritos de celebración de un gol.

Durante el partido al que me refiero, ocurrió algo insólito. Uno de los equipos salió al contraataque. Una pillada a la defensa en toda regla, un corredor solitario hacia el arco con la pelota en los pies. En Oliver y Benji, su carrera duraría varios minutos durante los cuales tendría tiempo de pensar en su novia, en la asignatura de botánica, en el viejo maestro de jiu-jitsu que lo enseñó a alinearse con los equilibrios cósmicos y en el helado que pensaría tomarse después, una vez logrado el gol de la victoria que enamoraría a media docena de MILFS. En el partido real, todo iba más deprisa. De repente, la gente que estaba ubicada detrás de la portería atacada empezó a pegar gritos al portero para avisarlo. No es que estuviera distraído. Es que daba la espalda al juego y miraba pasmado el cielo como si fuera a elevarse, abducido por extraterrestres. Los gritos no lograron devolverlo al partido. El delantero incluso lo miró un instante, como si sospechara un truco, antes de empujar la pelota a gol y de correr a abrazarse con los suyos dejando atrás un chaval que rindió su puerta como si un trance lo hubiera vuelto incompatible con inquietudes terrenales. Gol. Y otros gritos: «Pasmao», «¿Pero qué haces?», «Entrenador, se te olvidó dar cuerda al portero». Cosas así.

Entonces, ocurrió. Sin aparentar interés ni por el juego ni por los reproches que le eran destinados, el niño portero miró a la grada y preguntó con voz baja pero audible: «¿Habéis visto qué bonito atardecer?». La verdad es que era bonito. Uno de esos preciosos atardeceres rosados de final de verano en Madrid en el que las nubes, como diría un cursi, parecen hechas de algodón de azúcar. Pero, hombre, aun así. En pleno contraataque, tal vez no sea el momento óptimo para que un cancerbero se ponga poético y alcance semejante desapego -casi un éxtasis- respecto de cosas tan prosaicas como un gol o la ansiedad entre ganar o perder. Párense un instante a pensar en todas las ocasiones en las que la humanidad hubiera tenido menos oportunidades de prosperar si un tipo se hubiera dejado raptar embelesado por una puesta de sol cuando algo reclamaba su atención. Al atacar un mamut, por ejemplo. Al meterte Mesala las aspas de su cuadriga en las ruedas de la tuya. Al terminar la cuenta hasta diez de un duelo a pistola en el que uno participa.

Después de decir eso el chico, los padres callaron un instante y miraron el atardecer, en silencio repentino. Pensé que el chico nos iba a arrastrar a una tregua contemplativa que acabaría con la disposición bipolar del fútbol y que haría que todos, rivales un segundo antes, juntáramos las manos para cantar Give Peace a Chance. Pero qué va. La tregua la rompió un grito de «A éste que lo lleven a ballet». El entrenador lo cambió. Y, mientras el chico desaparecía, pensé que este despiadado darwinismo social es el que permite frenar los contraataques, como antaño permitió matar los mamuts.

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