Al rico bombón helado

Una de las películas favoritas de mis primeros años como cinéfilo fue Érase una vez en América. La historia de la banda de Noodles, parecida a la de Bugsy Siegel y Meyer Lanski. gangsters judíos del Bronx que consolidaron una gran amistad durante la época de la Prohibición y terminaron diluyéndose trágicamente en la muerte, la traición y el olvido. La vi en el cine-estudio Fantasio, que en la actualidad es un supermercado por el cual paseo el carrito añorando los tiempos en que meterse en el cine en pandilla y durante cuatro horas, sobre todo si había chicas, era uno de los grandes placeres de la vida. Fíjense si soy viejo que todavía voceaba sus bombones helados entre las filas de asientos el vendedor que cargaba con una neverita en la que iban los helados. El bombón helado y el roce casual con la mano de la chica que se sentaba al lado. Y encima, gangsters. Para qué más.

La película de Sergio Leone tiene dos momentos que aún recuerdo como antológicos aunque se hayan vuelto tan lejanos. Uno ocurre cuando Noodles regresa al barrio después de treinta años escondido, ya envejecido, incapaz de reconocer sus propias calles. Hablamos de un tipo que dedicó la juventud a disparar con metralleta, beber whisky en speakeasies y seducir hermosas artistas, por las cuales era capaz de pagar la apertura de un restaurante de temporada que estaba cerrado para que sólo lo disfrutara su enamorada. Cuando vuelve hecho un anciano, un amigo de entonces le pregunta qué hizo los últimos treinta años de clandestinidad. Acostarme temprano , responde él.

La otra escena a la que me refiero es muy hermosa. Transcurre cuando los futuros gangsters aún son niños y en el barrio existe la leyenda de que una muchacha pelirroja desvirga chavales por las bravas a cambio de un pastel de nata. Patsy junta monedas con cierto esfuerzo para pagar el pastel de su primer coito y se presenta ante la pelirroja, que acepta el trato pero le pide que espere un rato en el rellano. La espera es demasiado larga para un niño que tiene en la mano un pastel de nata primorosamente envuelto. Primero moja un dedo. Después lo devora entero porque lo prefiere al sexo. Me parece una manera muy delicada de contar ese tiempo fronterizo en el que a un niño lo reclama ya el hombre que aspira a ser, o que en su entorno le exigen ser. Pero aún puede el niño, aún queda un rastro de ingenuidad por el cual un pastel de nata resulta más apetecible que sepultarse en unos pechos a lo Fellini.

Todos estos recuerdos me volvieron la otra noche, cenando con Garci. No hablamos de la película, pero sí de los bombones helados en la platea. Garci tuvo un amigo que los vendía. Que tal vez me vendió alguno a mí, quién sabe. Al amigo lo tengo visto porque sale de figurante en alguna partida de mus de las que Garci incorporó a la trama costumbrista de El crack. nuestro Philip Marlowe pasado por El Rastro y el Campo del Gas. El amigo de Garci tenía tanta hambre mientras se levantaba unas pesetas en el cine que una vez se amotinó y, aun sabiendo que iban a despedirlo, decidió comerse sus helados en vez de venderlos. Me lo imagino ofreciéndolos a chavales como yo. Quién sabe si algo ofendido por la mala educación de los demás, por la frustración de tantas cosas. Acuciado por el hambre. Hasta que, de repente, una voz interior le dice. A la mierda, hasta aquí llegué . Me lo imagino sentándose entonces en una butaca para ver la película, relajado en su propia fatalidad, dispuesto a comerse un helado detrás de otro en el tiempo que le concedan sus empleadores antes de agarrarlo y echarlo a empellones. Me lo imagino triunfal, aplaudido en su expulsión del cine por niños como yo que de repente comprenden que contra un destino aciago, humillante, no sólo se lucha con metralleta. Ojalá me haya vendido un helado ese hombre. Ojalá nos hayamos caído bien durante esos segundos. Ojalá me haya guiñado un ojo al ver lo guapa que era la chica que por suerte se me había sentado al lado.

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