Pepe Habichuela celebra sus 60 años sobre los escenarios rodeado de grandes artistas y amigos, como Josemi y Juan Carmona (los Ketama junto a Antonio Carmona), Miguel Poveda, José Mercé o Niña Pastori…

Nació en una cueva, fue «siete minutos» a la escuela -lo justo para aprender a leer y escribir- y al poco de que su padre lo pusiera a trabajar le dijo: «Papa, enséñame a tocar la guitarra». Hoy tiene 73 años y es el último gran mito del flamenco. Piense en un cantaor, cualquiera; Pepe Habichuela les ha ‘tocao’ a todos. Por Fernando Goitia

La tristeza y la alegría. La hondura. Palabras capitales en el vocabulario de Pepe Habichuela que él no pronuncia, las proyecta su guitarra. Antes de sentarnos a la mesa en Casa Patas, José Antonio Carmona Carmona ha hecho sonar su instrumento en el patio de este templo madrileño del flamenco y escuchar esa artillería sónica hace que todo lo que va a contar después cobre más sentido todavía. No lo dude, ocasiones como esta no se presentan todos los días.

personajes, pepe habichuela, flamenco, entrevista, xlsemanalSe cumplen 60 años ya desde que cogió su primera guitarra, con solo 13 años. Empezó a tocarla en las cuevas del barrio granadino de Sacromonte

Aquí tenemos al mito, a la leyenda, símbolo vivo de una época clave en la historia del flamenco, comiéndose unas lentejas y tomando una copa de tinto con los lectores de XLSemanal. Puede usted, por cierto, poner la música en su casa o escucharle este 30 de mayo en el Teatro Lara de Madrid junto con José Enrique Morente, el hijo menor del hombre al que mayores servicios prestó la guitarra del Habichuela.

XLSemanal. Así, como para empezar, ¿de dónde viene el apodo de los Habichuela?

Pepe Habichuela. Pues hay dos versiones. Una de mi madre que dice que mi padre un día y otro pedía habichuelas para comer. Y la otra, que había un guitarrista antiguo, Juan Gandulla, Habichuela, acompañante de Antonio Chacón y de la Niña de los Peines, que fue maestro de mi padre y que como le gustaba tanto su toque pues él también se puso Habichuela.

XL. ¿Qué versión prefiere?

P.H. La de mi madre [se ríe]. Tiene más gracia. Mi padre era un tío fino al que le gustaba la mesa y vestir bien, aunque fuéramos pobres.

XL. Viniendo de familia flamenca, ¿aprender la guitarra fue una obligación?

P.H. Bueno, en casa, en la cueva, donde vivíamos, todos aprendimos. Una cueva con cinco habitaciones para nueve: mis padres y sus siete hijos. Para buscar las habichuelas en aquellos tiempos, pues todo el mundo a la calle. Primero Juan, el mayor, que me sacaba 11 años, con la guitarra. Luego mis hermanas, que bailaban; y yo a los 12, también con la guitarra.

«Me vine a Madrid con 16 años. Y sin maleta. En casa no había dinero para una»

XL. ¿Había trabajado antes?

P.H. Con 10 años, sí, en un horno de pan. Fui a la escuela siete minutos; vamos, lo justo para caminar por la vida. Y luego estuve con un tío mío de aprendiz haciendo taracea, que es algo muy nazarí y muy difícil, donde ganaba 21 pesetas a la semana. Hasta que un día le dije a mi padre: «Papa, quiero que me compre una guitarra y que me enseñe». Cuatro meses después ya tocaba en el Sacromonte. ¡Madre mía, qué alegría! Fui aprendiendo los toques; me fijaba en los demás y así empecé.

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Habichuela pertenece a una dinastía flamenca. En la foto, junto a su padre, José Carmona, y su madre Luisa

XL. ¿Tenían tocadiscos en casa, radio?

P.H. No, allí todo era en vivo. De niño recuerdo a mi padre y a Juan, que llegaban de trabajar a las cuatro de la mañana y, en vez de irse a dormir, tocaban hasta el amanecer. Y ahí yo, dormío, escuchaba un sonido hermoso y a mi padre diciéndole: «Mira esta falseta que he sacado, Juan». Y se me confundía el sueño. Fue crecer con la música.

XL. ¿Pasaron hambre?

P.H. Hombre, yo cogía un currusco de pan de tres días y gozaba. Pillar un cacho de morcilla ya… Y, cuando mi padre se sacaba tres duros, nos traía churros y pegábamos unos saltos que no veas. Recuerdo días en que no tenía pantalones, porque Luis, que se había despertado antes, me los había cogido. Y yo me tenía que ir a tocar con unos más chicos, to’apretao. En fin. Fuimos pequeños adultos. Siempre con la guitarra. ¡No jugamos con otros niños! Fueron unas fatigas muy gordas, pero vivencias muy bonitas…

XL. Ustedes eran EL clan, no?

P.H. Totalmente, sí. Nos conocían todos y fuimos subiendo de cueva, porque había grados, hasta llegar a Manolo Amaya, la más importante. Al rato, mi padre compró un mulo y un carromato y nos fuimos a la sierra a buscarnos la vida por hoteles, terrazas y tabernas. Acabamos en un tablao de Almería y, al cabo de un mes, en 1961, me llamó Juan, que llevaba años en Madrid; se iba a Nueva York. «Pepe, vente que me vas a sustituir». Cogí el tren y no me traje ni maleta.

XL. ¿Tan rápido salió?

P.H. Es que no había dinero para una. Me metió mi madre un pantalón, una tortilla y una hogaza en una bolsa y pa’Madrid. Vine con 16 años y sin ropa. Me ponía las cosas de Juan, que me estaba todo grande; arremangado salía [se ríe]. Daba igual, la primera noche ya me pagaron una fortuna, aunque a las figuras les pagaban mucho más.

XL. ¿Podría ser que el cantaor cobrara 20.000 pesetas y el tocaor, 500?

P.H. O 50.000, depende de quién fuera. Yo, por suerte, fui llamando la atención y me llamaron del Corral de la Morería, de Las Brujas…

XL. Y entonces llegó Morente…

P.H. [Se ríe]. Sí, sí. Y fue de sopetón. Se pasó una noche y me dijo que quería trabajar conmigo. Así empezó todo, tocando por todas partes para gente joven; haciendo trastadas.

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Durante más de 30 años Enrique Morente fue el gran acompañante de Pepe. El guitarrista se convirtió en un miembro más de la familia Morente

XL. ¿Por ‘trastada’ se refiere, por ejemplo, al concierto tras la muerte de Carrero Blanco en el colegio mayor San Juan Evangelista?

P.H. ¡Uy, sí, esa fue muy gorda! Estaba hasta arriba, todo el mundo borracho celebrando aquello, con una fila de grises a cada lado, y Enrique se cantó un fandango muy fuerte: «Pa’ese coche funeral | yo no me quito el sombrero | que la persona que va dentro | a mí me ha hecho pasar | los más terribles tormentos». Y, hala, pa’comisaría los dos [se ríe].

XL. ¿Se ríe?

P.H. Me río, claro, por qué no nos pasó nada. Bueno, a Enrique le pusieron una multa: 100.000 pesetas. Y no fue la única. Era muy rebelde, pero fino, que sabía bien lo que decía y cómo lo decía. Ah, por cierto, aquel fandango a Carrero era del gran José Cepero, que él se lo había dedicado a una mujer. «Que la mujer que va dentro…» cantaba Cepero, y Enrique cambió eso.

XL. Enrique fue amigo de gente como Paco Ibáñez, otro fino, con talento y fuerte compromiso político en los setenta…

P.H. ¡Paco, coño, qué casualidad! Soleá Morente, mi sobrina, me ha dicho que quiere que hagamos algo con él. Sí, tocamos con Paco en París muchas veces. Enrique se acercó mucho al Partido Comunista e hicimos cosas con Raimon, Lluís Llach, María del Mar Bonet, Aute, Elisa Serna, Manuel Gerena… Con todos esos he tocado yo. La gente de la protesta era muy intensa. Gerena era un valiente, porque le suspendían todo el rato los conciertos, lo censuraban y una vez le dijo a Fraga, ministro de Gobernación: «No quieres que cante en el teatro, pues voy a cantar en la calle». Y ahí nos pusimos, ante un montón de gente, y todos gritando: «Amnistía, libertad. Amnistía, libertad». Y yo. «¿Pero esto qué es?».

XL. Es que usted no pertenecía a eso. ¿En qué pensaba?

P.H. No te voy a mentir. Iba acojonao. Pensaba: «A ver si me van a dar…». Pero fue una época muy bonita. Además, hubo un despertar y la música permitió a mucha gente expresarse, compartir…

XL. Hablando de compartir, en su primer disco juntos, Homenaje a don Antonio Chacón, Morente puso su nombre y salieron juntos en la foto. Toda una rareza en la época, ¿no?

P.H. Sí, sí, yo había grabado con gente con la que me ponían muy pequeño o ni me ponían. El primer cantaor que puso en la portada al guitarrista, de igual a igual, fue Enrique. También porque nos pasamos seis meses trabajando en su casa. «Tú te mereces aparecer en la portada, porque yo no he visto a un guitarrista con tanta afición y ahínco como tú». Tuvo categoría. La relación siempre fue muy de compañeros.

«Morente y Camarón pusieron el flamenco patas arriba y por eso le dieron hachazos»

XL. O sea, que hay un montón de discos de flamenco grabados con chavales que no han visto un duro en su vida…

P.H. Era lo habitual. Cosa de unas jerarquías y tal… Pero a Enrique le ofrecían 50.000 pesetas y las compartía. Que eso no lo ha hecho nadie. Nunca.

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Junto a Camarón y Tomatito durante la grabación del disco de este último ‘Rosas del amor’ (1987). Los tres se conocían desde los años 70, cuando Madrid era un hervidero flamenco

XL. Cuando Enrique llegó a Madrid, despertaba tanta admiración como críticas, ¿no?

P.H. Sí, porque cantaba diferente a todos y creaba. Hacía fandangos de Morente, alegrías de Morente, o sea, que inventó. La gente se maravillaba, pero le hacían unas críticas fatales y los otros cantaores lo tenían cruzado. Y Enrique, callado, que era Enrique Prudente [se ríe]. ¡Es que no le hacía caso a ninguno! Excepto a Camarón…

XL. Ambos fueron almas gemelas…

P.H. Sí, sí, estaban enamorados el uno del otro. Eran los dos jóvenes que se lo estaban disputando a los mayores y encima rompiendo. Aunque nosotros provocamos antes que Camarón, porque Despegando, nuestra revolución, es dos años anterior a La leyenda del tiempo.

XL. Con La leyenda del tiempo, mucha gente se fue a las tiendas a devolver el disco. ¿Fue usted de esos?

P.H. Me pareció maravilloso, valiente, pero me sorprendió mucho. Y es que Camarón había hecho discos de flamenco puro con Paco de Lucía y, de pronto, ¡cantaba por rumbas! Fue chocante, claro, pero era puro coraje y querer romper. Enrique y Camarón lo pudieron hacer porque se conocían todos los cantes como nadie. Y lo pusieron todo patas arriba, porque, si no hacen eso, el flamenco se habría estancado. Recibieron palos y hachazos, pero resistieron. Enrique era así: «Yo estoy aquí, sé lo que hago y por qué».

XL. Hablemos de otras estrellas de su vida. ¿Dónde conoció a su mujer?

P.H. En Holanda nos hicimos novios, en el 65. Era bailaora y su padre, Miguel Bengala, era banderillero y cantaor. Ya ves, siempre con flamencos.

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Pepe conoció a su mujer, la bailaora Amparo Niño, en el año 1965 y se casaron meses después en la iglesia sevillana de Santa Ana. Pepe tenía 21 años y a la boda asistieron «todos los flamencos de Sevilla»

XL. ¿Cuánto estuvieron de novios?

P.H. Nada, siete minutos, porque mi suegro dijo que nos teníamos que casar ya. Después, en 1969 nos fuimos a Tokio un año. Nos llevamos en el baúl garbanzos, lentejas, pestiños… y a mi madre le dije que nos íbamos tres meses a Europa porque ni siquiera sabía dónde era Japón.

XL. ¿Y cómo les fue?

P.H. Triunfamos. Nos iba tan bien que Amparo se quedó embarazada y, como no queríamos dejar de trabajar, lo perdimos… Pero, bueno, estamos felices con el hijo que tenemos, Josemi, que vale por siete [se ríe].

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Josemi (a la derecha) y su sobrino, Juan Carmona, que formaron parte del grupo Ketama

XL. Pues a ver qué le parece esta cita de su hijo: «Trabajar con mi padre es un gusto. El problema es cuando nos vamos de marcha, que no hay quien lo acueste».

P.H. [Se muere de la risa]. Yo aburro a los jóvenes, es verdad. Empiezan ellos y, claro, me caliento el pico y ya nadie me para [se ríe]. Soy un flamenco de los de siempre, y ya está, de los que después de una gran actuación, con esa felicidad que no te cabe dentro; ¿cómo te vas a dormir? Te vas de copas, claro, con los amigos o con el que pilles. Y cuando no te ha ido muy bien, te vas amargado a dormir y a rumiar [ríe].

«A Ketama los puse firmes. Si no les meto caña, no hubieran triunfado…»

XL. Dicen que los Ketama, si no es por usted, que les dio caña, no hubieran triunfado…

P.H. Así es, sí. Los puse firmes, porque Josemi vendía laca de uñas y Antonio Carmona, mi sobrino, iba a los bares a vender vasos, hasta que les dije. «¿Queréis hacer eso o subir a un escenario?». Y me los llevé a casa. Todos los días a las cuatro a tocar. Ni fútbol ni na. Y Juan Carmona, el otro sobrino, el mayor, estaba también ahí, pero agilipollado [se ríe]. Si no les meto caña, no…

XL. Ahora está con José Enrique Morente. ¿Usa también el puño de hierro?

P.H. Puño de hierro no, pero con Kiki igual, sí, lo tengo que meter en vereda. Le digo: «Ahora, te vas a hacer un cante tú solo». Y se acojona. Lo pongo un poco al borde del precipicio para que salte. Su padre también se lo hacía. Pero nadie más. Y él lo aprecia, porque lo necesita. Estoy impresionado con José Enrique, lo hace de puta madre, tiene una voz hermosa, una afinación, una cosa…

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El próximo 30 de mayo Pepe Habichuela tocará en el Teatro Lara de Madrid junto a José Enrique Morente, el hijo pequeño del que fue su compañero

XL. Toca con jóvenes como Rocío Márquez o ahora Morente. ¿Es clave para mantenerse?

P.H. Sí, claro. Rocío Márquez, Silvia Pérez Cruz, Arcángel… En octubre me hacen un homenaje en el Price, en Madrid, y vienen los tres Morente: Estrella, Soleá y el Kiki. José Mercé, Poveda, Farruquito…, la lista es larga.

XL. Ha tocado por todo el mundo y ha vivido en Japón, Toronto y Venezuela. ¿Qué hay de cierto en eso de que al flamenco se lo respeta más fuera?

P.H. No es un tópico. Los españoles somos muy burros, la gente va a ver a un artista y se pone a hablar. Paco de Lucía no quería tocar en España por eso. Somos un país muy atrasado en materia de educación, de respeto, de modales. Que se vayan a tomar un café, que les va a salir más barato [se ríe].

XL. El flamenco, por cierto, une, que también gusta a vascos como yo, catalanes y gallegos…

P.H. Ah, sí, sí. Y mucho, pero es que esto no se arregla solo con la música y la cultura, que es lo que nos une. Mira, Fernando, cuando dos quieren, se alejan y se separan y, cuando dos quieren, se acercan y viven en paz. Así es y siempre ha sido así. En tu tierra, por ejemplo, el público es muy respetuoso. Allí, el flamenco gusta mucho. Y con lo bien que se come, coño, pues venga, que nos llamen que nos vamos [se ríe].

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XL. Sin la guitarra, qué habría sido de su vida…

P.H. ¡Madre mía! Nada que ver. La guitarra es la pasión mía. Todo el mundo te pregunta que cuándo te retiras, pero, oye, aquí estaré hasta que el cuerpo aguante. El año que viene ya estamos preparando para ir a Estados Unidos. Si llego, claro [se ríe].

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