El arte sano de Miguel Poveda

Mi buen amigo Domingo García, responsable de promoción de Universal, trabaja aún con el mimo artesano que se trabajaba años atrás, cuando la música era un buen negocio y la industria del disco facturaba puñados de billetes gracias al talento de artistas y productores. Ya no te visita nadie en un estudio de radio abriéndote con ilusión el sobre de un disco nuevo, de un CD sorpresa. Queda él y alguno más, impenitentes y románticos trabajadores de un comercio al que las nuevas tecnologías lo han vuelto boca abajo. Domingo me dejó en mano un par de joyas, una de ellas el nuevo trabajo del piano flamenco de David Peña Dorantes, el lebrijano nieto de La Perrata, el hijo del gran Pedro Peña, que es, sencillamente, monumental, abrasador, desconcertante, sólido y sobrado. Y en la otra mano llevaba el otro zarcillo en forma de perla salvaje. lo que acaba de grabar Miguel Poveda, el revolucionario inaudito que ha metido el flamenco, de nuevo, en los grandes auditorios y que se llama ArteSano.

Poveda pulveriza las fotos fijas, las estampas instaladas en el tiempo. sale de Badalona, aprende a cantar escuchando discos de su padre y no se bautiza en fiestas gitanas anotando en la piel el secreto del compás. Su primer aldabonazo lo asesta en La Unión, catedral flamenca de unos palos concebidos para el mayor sufrimiento de quienes los protagonizan, y gana la Lámpara Minera cantando por tarantas y cartageneras. Desde ahí, su figura ha ido creciendo a la par que su talla de artista integrador, completo, rotundo. Hoy es el amo, sin duda ninguna, y sus recitales se cuentan por éxitos atronadores. vende en un par de horas las entradas de dos auditorios de dos mil personas y se queda tan pancho (al impagable Pencho Cros, por cierto, brinda homenaje cantando por libre una minera arenosa, como la senda que llevaba a los trabajadores a la mina unionense de Agrupa Vicenta). Su labor consiste, entre otras cosas, en atraer al flamenco a nuevos curiosos que conocen felizmente este enigmático arte por la puerta de la pureza, que aunque sea una palabra que a él no le gusta, define sobradamente la situación. Poveda es la raíz exacta, la soleá cual se parió, la malagueña como no se conocía, la seguiriya que una vez se cantó. Va suelto y desmonta reductos de intransigencia con una facilidad asombrosa. El flamenco está lleno de cuartos secretos, por los que no pasa excesivo aire, en los que parecen guardarse las claves inaccesibles y a las que los guardianes carceleros no permiten paso alguno. En todos ellos ha entrado Poveda saliendo con los papeles bajo el brazo. Nada se le resiste. Ha abierto sus tripas y ha demostrado que en ellas pueden convivir Marchena y Mairena, cosa que hasta ahora era sacrílego simplemente imaginarlo; no digamos ya sugerirlo.

En este nuevo trabajo ha juntado a guitarristas cuya trascendencia se nos escapa. tocan con el muchacho Paco de Lucía, Manolo Sanlúcar, Isidro Muñoz, entre otros (ojito a este Jesús Guerrero, que va para figurón, y a Chicuelo, que lo acompaña habitualmente). Además de Rancapino, que le deja un pespunte por bulería de Cádiz -sí, de aquellas de La Perla que recuerdo haberle oído grabadas hace años al sublime Vicente Soto Sordera en otro disco que dibujó una raya en la vereda- que dibuja la sonrisa de la complacencia en el rostro. Caben 13 piezas y, en ellas, una geografía del flamenco que va de Triana a la Bahía y de Sevilla a La Unión, una copla y una nana, tangos, alegrías y tientos con los que habitualmente pone derechos a propios y extraños en sus idas y venidas por los palacios o los tablaíllos. Ahí tiene una buena compra a mano. le va a costar lo que un par de gin-tonics y le va a cundir infinitamente más. No se resistirá a volver a escuchar La Ruiseñora una y otra vez como si estuviera en la taberna del Tres de Espadas antes de que enmudeciera por amores, y un nido de pena y celos se le instalara en la garganta. Sírvase otro anís de mora y déjese ir; se lo digo yo, que llevo así media tarde.

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