Un Tango del 82

NEUTRAL CORNER

En la habitación de mis hijos hay tres buenos balones de reglamento. Uno, lleno de escudos del Real Madrid. Otro, lleno de escudos de la selección argentina. Y otro que no sé de dónde salió, pero que, conociendo a los chicos, no me extrañaría que fuera el botín de un hurto y que el verdadero propietario estuviera amordazado en el altillo de un armario, donde tal vez lo descubramos, momificado, el día que nos mudemos.

No querría escribir contra el materialismo. Amo la materia, toda cuanto pueda comprar, y con conexión para el iPod si es posible. Pero es verdad que la otra tarde, solo en la habitación de los niños, con una predisposición proustiana a la melancolía de las cosas perdidas, añoré el tiempo en que la entrada en casa de un solo balón de reglamento constituía un acontecimiento. Solo superado por la de un televisor en color marca Grundig, que me permitió decir, cuando compraron el nuestro, que ya no tendría que imaginarme en blanco y negro las historias que me contaba a mí mismo, causando en mi entorno al gesticular una gran preocupación por mi estado mental. Pero un balón, ay, un balón. Si ahora, en la edad adulta, sonara el timbre y al abrir la puerta me encontrara a Scarlett Johansson desnuda, saliendo de una enorme concha de ostra y con un cartelito colgado delante del pubis en el que pudiera leerse: «Soy tuya», mi reacción, dictada por los anhelos siempre latentes de la infancia, probablemente consistiría en decir: «¿Y el balón?».

El balón era un Tango del 82 que me llegó envuelto en un celofán rojo y firmado por Juanito en su tienda de deportes de Goya. Lo convertí en un quiste: no me lo podría haber extirpado nadie. Hasta dormía con él, como dicen que Maradona hacía con el suyo, con resultados algo desparejos en cuanto a la proyección a una carrera futbolística. Su poder era inmenso entre los amigos: me concedía una popularidad instantánea como la que entre adultos consigue un repartidor de escaños en el Parlamento o un jefe de cartel de la cocaína, y perdón si ambas imágenes son redundantes. El balón yo me resistía a usarlo sobre asfalto por miedo a que perdiera el plastificado y se le borraran los dibujos y el autógrafo. Cuando empezó a desgastarse, adquirí el hábito de aplicarle grasa de caballo con un mimo que jamás dediqué después a las caricias a la primera enamorada, a la que tampoco unté nunca grasa de caballo, por cierto, pues, en el tiempo que estuvimos juntos, no aprecié desgaste en el plastificado.

Aquí es donde entra en el artículo el perro feroz. ¡Tachán! Contiguo a mi colegio, separado por una tapia a la que resultaba fácil treparse, había un chalé custodiado por un pastor alemán que era un auténtico psicópata. Un huargo, vaya. Igual que había nazis escondidos en la Patagonia, este perro debía de ocultar un pasado como custodio en un campo de concentración. Todo cuanto cayera a ese lado de la tapia se daba por perdido. Aunque fuera una profesora de Biología. Cuántas veces no nos habremos encaramado a la tapia para observar, estremecidos, cómo el perro, entre gruñidos escalofriantes, destrozaba en segundos una pelota de baloncesto del material escolar sin que tampoco el profesor de Gimnasia osara hacer nada. Nos retirábamos de la tapia tristes como si hubiéramos contemplado una cruel ejecución.

Por supuesto, y esto se veía venir, un día fue mi Tango del 82 lo que cayó al otro lado de la tapia. Corrimos todos a encaramarnos, como asomados al foso de una bestia mitológica. Lo que sucedió entonces inspiró durante mucho tiempo las canciones de gesta del patio. Impelido por la suerte que iba a correr el Tango, enloquecí, salté la tapia, corrí hacia el perro gritando como un alucinado, rescaté el balón y, con el perro detrás, salté la tapia como un banderillero al que el toro hubiera hecho hilo. Heroico. Una proeza que jamás haría un chico con tres balones en la habitación. El perro nunca se repuso de la derrota. Ese puede haber sido el momento cumbre de mi vida. A partir de entonces, todo fue ir hacia abajo.

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