Trago amargo

Refrigerio alcohólico. He aquí una felicísima combinación de palabras. Evoca verano y un vaso decorado con una rodaja de naranja. Todos los veranos de mi edad adulta, en ambos hemisferios, están asociados al recuerdo de un refrigerio alcohólico, desde el Clericó de Punta del Este, en los atardeceres de Cream en José Ignacio, hasta el Pimm’s, pasando por el de denominación y catadura más bastas, el tinto de verano cuyo sabor apetece como en un reflejo al pisar Santa Cruz.

Estuve en Roma este mes de enero. Impresionado por la espantosa proliferación de los palitos para hacer selfies que convierten cada plaza turística de la ciudad en un remedo del cuadro de Las lanzas. Tampoco tuve suerte en la Piazza de Spagna. la iglesia de la Trinitá estaba literalmente tapada por Carla Bruni anunciando Bulgari, como en la interferencia invasiva de una madona pagana. No necesitan ustedes, personas avisadas, que les diga que enero en Roma no es verano. De hecho, por la Vía del Corso subía desde el Tíber una vaharada gélida y húmeda que me puso a doler algunas lesiones que tenía olvidadas. Pero yo fui fabricándome en cada trattoria, en cada cocktail-bar, mi propio veranito mendaz, mi propio estío psicológico, al encadenar uno detrás de otro vasos de Spritz. Rojizo, fresco, frutal, amargo al final por la trampa del Aperol como si te hubiera engañado. Solo para poder vincular el Spritz a mi memorial de veranos, en vez de mantenerlo desubicado en la Roma invernal, tomé la decisión de mudar a Italia unas vacaciones estivales de las siguientes. Es verdad que la promesa se la hice a un camarero y después de un cuarto Spritz, así que yo mismo no estoy seguro de que resulte creíble.

Los tragos son también complementos de vestuario y atrezo estacional. El Spritz sugería verano, pero me faltaba un personaje a quien adjudicárselo para terminar de verlo como la coronación de un estilo. Es verdad que forma parte de cierto casticismo romano, de la barahúnda de los bares casi sevillanos, en el Trastevere y Testaccio, por los que circulan tapas y voceríos y gesticulaciones enfurruñadas que me recuerdan que los romanos son los porteños de este lado del mar, de igual forma que los chilenos son todos de Ávila. Pero yo necesitaba otra cosa. Un barniz literario. Una idealización, como cuando se le reconoce al Bellini una pertenencia al mundo del Harry’s Bar, y por tanto a Hemingway, que en realidad habita en todos los tragos posibles más o menos agazapado. Hasta que supe a quién adjudicarlo. Lo comprendí de pronto, después de pasar un rato largo ante la ventana del hotel preguntándome por qué me resultaba tan familiar una enorme azotea cercada de vallas blancas, vecina de la Vía Veneto, al lado de la cual brillaba, esférico, el neón de Campari. ¡Pero claro! ¡Es la terraza de la fiesta por su 65 cumpleaños de Jep Gambardella! No por casualidad colindante con Veneto, el apostadero de paparazis y vividores de Fellini que ahora es un lugar tristísimo por el que deambulan solitarios paseadores de perros, furtivos clientes de los shows de striptease y ruidosos americanos en bermudas y sudadera que van al Hard Rock.

Fue decir Jep Gambardella, y el Spritz salió disparado, como imantado, como un vaso volador en un poltergeist. Refrigerio alcohólico. Roma. Spritz. Verano y Jep. Porque de pronto me pareció evidente, por su color, por su ínfima decoración frutal, incluso por la forma ligeramente abombada de los vasos en los que suelen servirlo, que el Spritz parecía pensado para que Jep Gambardella lo sostuviera con desdén en la palma de la mano durante el movimiento pendular de la hamaca cuando atardece en su terraza con vistas al anfiteatro Flavio y ahí fuera espera la fiesta para la cual se hace el precalentamiento alcohólico. Ese verano ha de ser. El verano de Jep. El último de sus cuarenta años como rey de los mundanos. El último antes del desencanto y de la pérdida de los amigos con los que compartía vidas devastadas conversando siempre ligero para no hacerse daño.

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