El concierto final

NEUTRAL CORNER

Los devotos del rock de mi generación nos hemos pasado la juventud creyendo que cada concierto de una de las grandes bandas históricas constituía la última oportunidad de verla en directo. Llevamos así desde los años noventa, más o menos, cuando los grupos que no habían cumplido el requisito rockero de estrellarse en un avión en plena juventud -Lynyrd Skynyrd sí lo hizo- o de ahogarse con su propio vómito de esto hay tantos ejemplos que adjuntaré listado evidenciaban cierta resistencia a dar por terminada la juventud canalla en el país de Nunca Jamás donde los perpetuaba la música. Capitanes Garfio del riff. Siempre había otra última oportunidad para verlos, mientras nosotros nos casábamos con la misma música con la que habíamos perdido la virginidad. Bastantes años antes, aclaro. La misma música con la que seremos enterrados. Bastantes años después, vuelvo a aclarar.

Sin embargo, hasta la eternidad tiene problemas relacionados con la finitud de las cosas. Últimamente, el iPod se me ha descompensado. El predominio de los muertos sobre los vivos se ha hecho más notable. No se trata ya de que mis gustos sean vintage y de que, en lo que concierne a la música, carezca de la curiosidad evolutiva que sí tengo para los libros y el cine. Se trata de que estos cabrones se están muriendo, y a mala leche, porque a veces lo hacen con conciertos programados para los cuales teníamos entrada. ¿Qué les cambiaba morirse después de dar el concierto? Como decía una señora de Recoleta a la que escuchó Bioy, últimamente se está muriendo una gente que no se había muerto nunca: nuestros ídolos del rock, que parecían inmortales, superada la criba narcótica de las décadas sesenta y setenta. Los que sobrevivieron a aquello parecían tener firmado un pacto fáustico que nos los devolvía en concierto con una regularidad que ahora se está viendo afectada por la dictadura biológica. Todos los conciertos hieren, el último mata. Y los que no se mueren contraen sordera o demencia senil, como ha ocurrido con los males que se ensañaron con una de nuestras grandes favoritas de siempre, AC/DC, que de pronto se nos ha llenado de diagnósticos médicos.

Un amigo mío decía que la vejez consiste en juntarte con la pandilla de siempre y no hablar de la última mujer con la que te has acostado, sino de lo último que te ha prohibido el médico. Eso precisamente es AC/DC y, por añadidura, el rocknroll de siempre. James Hetfield, cantante de Metallica, que ni siquiera es una banda tan vetusta, lo dijo una vez de otro modo: llega un momento en que te descubres montando en la Harley, no para pasear a una gruppie, sino para ir a la demostración de ballet de tu hija. Cómo lo entiendo, si es que ésa es la vida de uno, sobre todo en lo que se refiere a llevar en Harley a las gruppies.

La intimidad última con estos grupos a los que llevamos tantos años amando es sentirse uno, de alguna manera, acompasado con ellos. No soy tan viejo, obviamente, ni me estoy muriendo. Pero sí noto que se me llenaron de achaques todos los propósitos de vivir como antaño en algunas cosas que aún cultivaba como conexión última con la juventud. El boxeo, por ejemplo. Cada vez me cuesta más levantarme de la cama después de boxear. Cada vez son más rápidos y gráciles los veinteañeros con los que choco guantes. Podría seguir el consejo de mi esposa: asumir mi edad, convertir los guantes en objetos decorativos, junto a los posters de Alí, y dedicarme a caminar rápido por el Retiro como los demás viejitos. Pero, díganme, ¿sería ésa una actitud rockera? ¿No es mejor, y más Mötorhead, morir con un combate programado? Con todos sus miembros originales menos Angus afectados por algo, AC/DC dice que seguirá dando conciertos hasta el último hálito por amor a sí mismo y a su público. Ésa es la actitud. Nosotros tampoco tendremos ya la pletórica desaparición rockera en plena juventud. Pero que nadie crea, con todos los achaques, que nuestro próximo concierto es el último. Eso no lo consentimos ni Angus ni yo.

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