El Líder, el Caudillo, el Jefe, el Guía

PALABRERÍA

Selva. El núcleo duro -pétreo y emplomado- del partido único afrontaba una de las reuniones más violentas desde su fundación. Las palabras degolladoras y los gestos airados habían aparecido en otras ocasiones como cuando el imperio se desintegró y ellos, con una economía de culo al aire, se quedaron a la intemperie, tiritando y desarbolados. Inventaron entonces una terminología que disimulaba el hambre: bautizaron el invento como periodo especial, aunque el régimen fue especial desde el comienzo, cuando los milicianos entraron en la capital oliendo a pólvora y selva.


Avestruz. Aquellas momias y los dirigentes más jóvenes -la juventud era un término ambiguo- estaban en profundo desacuerdo. Los mayores querían despedir al Líder con uniforme completo de comandante, con las pesadas medallas que él mismo se había otorgado y que podrían hundir el ataúd, con otras condecoraciones que le colgaron del cuello de avestruz los presidentes de los países afines y que, de estar vivo, lo habrían inclinado hasta jorobarlo. Los menos viejos -ninguno por debajo de los sesenta años, pero que representaban, según la propaganda, la lozanía y el cambio- preferían algo más adecuado a los tiempos y a las últimas preferencias del Caudillo.


Héroe. En aquella sala, el calor era tan espeso que tomaba forma corpórea y participaba de la conversación. Seguro que la temperatura contribuía a la irritación general, pero también mitigaba la gestualización porque los brazos sudados pesaban quintales. Los héroes estaban cansados. Las muletas habían sustituido a las metralletas. El aire acondicionado funcionaba como la economía. nunca. Los ventiladores de pie resistían tullidos como soldados de una batalla perdida. Los de techo estaban hechos de sombras.


Inmortal. Uno de los confabulados, secretario general de algo, sector juvenil, tomó la palabra: «Compañeros: decidamos algo pronto porque nuestro querido camarada (se sonó la nariz y se secó, con el mismo pañuelo verdoso, los lagrimales de caimán) se está pudriendo en el piso de abajo. ¡Carajo, este calor es antirrevolucionario!». Contraatacó un vejestorio hecho de caña y que fumaba un puro del tamaño de un fémur. A medida que hablaba, el humo de la chimenea se espesaba: «¡Cómo te atreves a mencionar al Jefe como si fuera un trozo de carne! ¡Él, nuestra luz, nuestro faro, no se pudre! ¡Es carne inmortal!».


Hinchazón. Lo que decía el segundo era falso. En una estancia del palacio presidencial, el cuerpo del Guía comenzaba a descomponerse, una acción biológica que ya había afectado cincuenta años atrás al país, que empezó a pudrirse cuando encarcelaron y fusilaron a los opositores y prohibieron los partidos y las libertades. Se esforzaban los operarios de la funeraria en mantener fresco el cadáver con barras de hielo. Lo único que conseguían era un cóctel aguanoso de comandante. Se les había ocurrido meter al Supremo en una caja de metal con un agujerito por el que manaba el líquido sobrante para evitar la hinchazón y la deformidad. Descorazonaba ver a aquel ser que había gobernado a millones en un estado tan precario, con la última barba de quijote humedecida sobre las mejillas hundidas.


Tanatopractor. Después de muchas negociaciones -e intercambio de favores para seguir mantenido las cuotas de poder-, los ancianos cedieron. Renunciaban al uniforme reglamentario y solemne, también al primero y legendario, a aquel verde de combate con el que entró en el despacho del presidente depuesto, el tirano anterior al tirano, y que dejó un rastro de barro sobre el mármol importado de Italia. Se dieron las órdenes oportunas y los tanatopractores secaron y acicalaron al Hombre y lo vistieron con las ropas que les entregaron. Les llevó algunas horas dejarlo a punto. El ataúd era de madera sencilla para representar que, pese a comportarse como un dios, era un hombre del pueblo. En un gran espacio bajo una cúpula dispusieron cuerpo y caja. Emocionados, los miembros del núcleo duro del partido único se asomaron para despedirse. El Líder, el Caudillo, el Jefe, el Guía, el Supremo, el Hombre, lucía espléndido con su mejor chándal.

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