Del negativo a la pantalla

ARENAS MOVEDIZAS

Una persona que bien me quiere y mejor me conoce me ha hecho un obsequio con motivo de «estas fechas tan entrañables»sin necesidad de encargárselo a Papá Noel o sin esperar a que pasen los Reyes por aquí. Es un positivizador de negativos. ¿Y eso qué es?, se preguntarán los millennials o los nacidos al amparo del mundo digital. Veréis, queridos niños, hubo un tiempo, largo y profuso, en el que las cámaras de fotos llevaban en su interior una película que, mediante mecanismos endemoniados, registraba las fotos que podíamos hacer. Normalmente treinta y seis. Había que ser cuidadoso con el dedito, ya que un disparo no se podía borrar: tú apretabas el botón y no sabías de inmediato si habías escrito una página en la historia de la fotografía o habías hecho un churro. Tenías que rebobinar el carrete, ir a la tienda donde lo revelaban, esperar un par de días -luego se hizo más rápido- y volver con la curiosidad de lo que había en aquel sobre con fotos. No habías salido de la tienda y ya estabas buscando la inmortalización de tu vida cotidiana en fotos. Y esas fotos las guardabas en álbumes o en una caja. Y de vez en cuando las mirabas, sonriéndote de algunas cosas o extrañando a gente que ya no está.

Luego, cuando ya nacisteis vosotros, comenzó la desenfrenada carrera de píxeles. Cámaras pequeñas, casi ínfimas, retrataban el momento y, además, permitían visualizar al instante la toma realizada. No, esta no me gusta, vamos a hacer otra, y así. Las cámaras profesionales, las de los buenos fotógrafos que aún decían que el papel era el papel y un negativo era insuperable, empezaron a cambiar y la casa Kodak se dio un carajazo de órdago, como la de Nivea en Helsinki. Las técnicas rizaron tanto el rizo que ni para los profesionales había discusión: desde el momento en que podían retocar y redimensionar la fotografía con diferentes programas en su ordenador ya no era tan necesario ni romántico el trabajo artesano del revelado. Al carajo las cubetas, los líquidos y las luces tenues. Todos pugnábamos por tener la cámara con una tarjeta que almacenase cientos de fotos en calidad razonable. Y luego a volcarlo en el ordenador a dormir el sueño de los justos en una carpeta que no vuelve a abrirse en mucho tiempo. Desde que las fotos no se tocan, se acarician, se llevan encima, han pasado a ser un archivo casi sin memoria. Casi sin validez mítica, sin épica histórica. No digamos desde que las cámaras van incorporadas a los teléfonos móviles. Cada iPhone o cada Samsung (que tiene una cámara fantástica, por cierto) es un multiplicador de imágenes. todo se fotografía, todo, un paisaje, un instante, una reunión, con cientos de disparos si es necesario. Al poco, esas fotos son olvidadas, no vuelven a ser vistas, se almacenan y al olvido. Sin embargo, sí que recordamos todas las fotos de cuando había pocas, de cuando de todo un verano quedaba una imagen sola, una placa en la playa, en el merendero o en el balcón de aquel apartamento.

Pero a lo que iba. El escáner de negativos es un pequeño artilugio con conexión al ordenador en el que introduces los negativos que has ido conservando de todas las fotos que, incluso, hasta puedes haber perdido. Conservarlos era crucial, como vemos. Una a una, aquellas fotos que andan por ahí, aparecen en la pantalla y pueden ser impresas, si se quiere, o archivadas. Es un invento, como el otro escáner de Brookstone que transforma fotografías en imágenes directas en tu iPad. El endemoniado regalo me tiene atado a esta mesa a lo largo de toda la semana: soy de los que guardan hasta los billetes de autobús y acumulo cientos y cientos de negativos. Gracias a ello he encontrado algunas placas de mi juventud en San Francisco o algunos momentos fascinantes de mis hijos que creía haber perdido. He dejado el quehacer justo para escribir este artículo y, con su permiso, les dejo ya: ¡acabo de dar con unas vacaciones en Santo Domingo en los ochenta!

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