El viejo ‘rockero’

NEUTRAL CORNER

La historia que voy a contar me ha hecho creer en la existencia de un ser providencial que escucha nuestras plegarias y a veces las atiende. Al protagonista, M., lo conocí a través de amistades comunes cuando aún estaba impresionado por la trascendencia y la nitidez del mensaje recibido desde el Más Allá. Si hay gente que construye santuarios donde el ínfimo arcoíris de un charco de gasolina dibujó el perfil de Cristo, no sé qué debería hacer M.

M. es una estrella del rock en su país. Ya no tiene banda, pero en los noventa arrasó y fue un ídolo ‘rollinga’. Además, M. es un joven perpetuo que a los cincuenta lleva desordenado el pelo canoso, viste chupas de cuero y consume cada vez con más rapidez noviazgos con chicas -modelos o actrices- con las cuales la diferencia de edad es cada vez mayor. La suya es una vida de las que asoman en las revistas de cotilleos, con posados estivales en las playas y esas cosas. Hace pocos años, acuciado por el paso del tiempo y por las advertencias de algunos amigos que le decían que se veía ridículo haciendo vida de discoteca y de alfombra roja junto a las nuevas generaciones de famosos, M. creyó haber encontrado a la mujer con la que fundar una familia y retirarse de la mundanidad. También influyeron las visitas a un médico que trató de asustarlo con los estragos de la mala vida que acechaban a alguien que no se había levantado de la cama antes de las doce del mediodía desde una vez que tuvo que hacer una gestión administrativa en 2003. Corrijo, también tuvo que madrugar tres años después para tomar un avión.

De la novia de M. se empezó a hablar como de la mujer que por fin iba a hacer que ‘sentara la cabeza’. La Elegida. The One. No llegué a conocerla, pero, por las fotografías que aún salen en la prensa liviana, parece una mujer despampanante y divertida. M. se dejaba hacer. Permitía que la idea del matrimonio conquistara poco a poco su voluntad, como en el cuento Casa tomada, de Cortázar. No protestaba ni aunque se diera cuenta de que su novia había empezado una terapia progresiva de integración en la existencia diurna que incluía cambio de amigos y de costumbres. Hasta palos de golf le compró. Cuando paseaban por los parques y veían bebés, ella siempre lo tomaba de la mano y le decía. «Ayyyyy… ¿Te imaginas?».

M. el rockero parecía abocado al matrimonio y a las jornadas que comienzan con olor a café bien temprano. Estaba, no voy a decir que resignado, porque ese término encaja mejor en un condenado que va hacia el cadalso, pero sí mentalizado. Pero por dentro lo carcomían tantas dudas que un día entró en una iglesia y pidió consejo a Dios: «¡Envíame una señal!».

Poco después, a M. y a su novia los invitaron a la gala de una entrega de premios. Flashes a la puerta, famoseo masivo, ya imaginan. Cuando terminó, M. pidió su coche al ‘aparca’: un todoterreno de Audi. Era el mismo modelo con el que había acudido a la gala un veterano productor de televisión con su esposa, padres ambos de familia numerosa. El mismo modelo, el mismo color, matrículas casi correlativas. vaya, que los ‘aparcas’ se confundieron y entregaron a cada uno el coche del otro. M. arrancó sin darse cuenta. Enfilada la avenida, a él y a su novia les llegó el feo olor de un pañal olvidado debajo de un asiento. M. vio en el espejo maxi-cosis y sillas de niño con costras de vómitos y papillas. Notó el volante pringoso por el contacto de alguna sustancia dulzona. En la disquera sólo había música infantil: los Cantajuegos y esas cosas.

Frenó en seco junto a la acera. Abrió la puerta y echó a su novia. Le gritó que ya haría que le mandaran sus cosas. Cuando aceleró, musitaba: «Gracias, Dios mío. Mensaje recibido». El productor tardó en volver a intercambiar los coches casi seis meses, los que pasó M. girando como artista invitado con una nueva banda de rock cuyos miembros decían en las entrevistas que M. era un rockero genuino y que lo amaban, aunque por su culpa no les dejaban volver a los hoteles por donde pasaban.

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