La verdad es un cepo para osos

PALABRERÍA

Cepo. Ramona decía siempre la verdad, lo que le ocasionaba continuos problemas entre los conocidos, que la evitaban, y los desconocidos, que se la encontraban de sopetón y sin posibilidad de huida. Desde niña arrastraba esa virtud básica y descarnada que para el resto del mundo era un defecto. Cada vez que abría la boca soltaba un animal viscoso y tóxico, si bien, para ella, lo que emitía eran arrullos de tórtola. En su ánimo no estaba corregir a los otros. No se creía superior ni era castigadora ni rencorosa. Según Ramona, las palabras expresaban genuina franqueza sin maldad, espina venenosa o cepo para osos.


Alpinista. En la escalera de la finca sin ascensor se cruzó con un hombre con una obesidad manifiesta. Sudaba como si estuviera en una sauna con abrigo, sombrero y bufanda. Resoplaba y afrontaba cada escalón con la temeridad del alpinista en el último tramo del Everest. La mole adiposa alzó la vista y descubrió a la depredadora moviéndose en sentido contrario, desplazándose desde las alturas con el sigilo del leopardo de las nieves. Ramona se preocupó por la salud del individuo, que estaba a punto del colapso cardiovascular más por la incomodidad de la situación que por el esfuerzo. Ella soltó el hachazo con la dulzura almendrada del cianuro: «Estás gordo, gordísimo. Eres un hipopótamo. ¿Por qué no haces un poco de ejercicio? Cualquier día te encontraremos muerto en la escalera. ¡Ya me dirás cómo moveremos esas toneladas!». Y con la sonrisa de las buenas personas siguió triscando hasta la calle.


Matraca. En el autobús quiso sentarse, aunque los cuatro asientos reservados para ancianas y embarazadas -y alguna otra categoría englobada en un logo de difícil interpretación semántica- estaban ocupados por chavales con el cabello tan corto que las ideas les clareaban. Ramona se plantó ante ellos. La ignoraron con ese desprecio generacional que convierte a los mayores en invisibles. De los labios salió un tiro con silenciador: «Menudos sinvergüenzas. Contentos tendréis a vuestros padres. ¿Nacisteis cansados? ¿Os pesan las piernas? Vaya juventud. A esta hora, ¿no tendríais que estar en el instituto? Largo de aquí». Siguió la matraca con una frialdad que les heló la sangre. No gritó. No alzó el bolso a modo de porra. Les habló con el tono del capo que deja una pistola sobre la mesa para que el traidor se suicide. En la primera parada, salieron pitando.


Gotero. Entró en la peluquería y, al verla, la mayoría de las clientas intentaron escapar. Los secadores de pie aprisionaban las cabezas e impedían la fuga al trote, a menos que huyeran como los enfermos que arrastran los goteros por los pasillos de los hospitales. Caminó con la lentitud del sheriff bajo un sol de cactus. Había reservado la hora si bien ninguna de las empleadas quería acercarse. A una la había llamado ‘golfa’. A la otra, ‘incompetente’. A la de más allá, ‘solterona amargada’. A la de la esquina, ‘pollina’ y ‘lianta’. Fue la jefa la que tomó la iniciativa y, para ahorrarse los improperios, se ajustó unos cascos con música heavy a toda melena. El cabello de Ramona era una red averiada de pescadores y mientras se lo reparaban martirizó a la vecina de butacón. Habló con el tono meloso de las abuelitas: «Tu familia no te quiere. ¿Cuánto hace que no te llama tu hijo?».


Parietal. De regreso a casa, tras hacer el camino a la inversa, se encontró con la realidad que denunciaba y que le dolía como caminar descalza sobre cristales rotos. En la butaca del comedor aguardaba derrumbado el hombre gordo de las escaleras, con las grasas sirviéndole de cojín: era el marido. Junto a él, jugando a la Play, uno de los chicos del autobús con los parietales a cero: el nieto. Al rato llegó la hija, la madre del chaval: la encargada de la peluquería. Nadie habló a la esposa, a la madre, a la abuela. En un iceberg habría sentido más calor. ¿Cuánto hacía que no la llamaba su hijo?

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