Tristeza de hormigón

NEUTRAL CORNER

Tres veces hice el peregrinaje hasta las playas de Normandía. Turismo de guerra, sí, con el componente banal, liviano, como de pedirse una gauffre con chocolate en el puestito ubicado en la mismísima Omaha Beach, del cual sospecho que no despachaba crêpes el 6 de junio de 1944, ni habrían tenido tiempo, los Rangers y los infantes de la Big Red One, de detenerse a pedirlas. Turismo de guerra, sí, pero también introspección histórica y toma de contacto con los santuarios fundacionales donde fue ganado con sangre el mundo en el que vivimos, con todas sus fatigas y sus rebrotes zombis de ardores anacrónicos. Por eso procuré siempre llevarme a los viajes a algún chaval de la familia que, de saber algo de las playas del desembarco, sería si acaso por el Call Of Duty de la Play.

Este verano, como casi todos los años, pasé unos días en Aquitania, de donde procede mi parte francesa. Allí, en la península del Cap-Ferret, donde se angosta casi llegando al faro, en la playa de la parte oceánica, quedan muchos búnkeres que formaron parte de los casi tres mil kilómetros del Muro Atlántico de Rommel, pero que jamás entraron en combate. Fueron abandonados por los alemanes en agosto del 44, cuando el desbordamiento en Normandía y la liberación de París los puso en desbandada hacia Holanda, Ardenas y la Línea Sigfrido. Hacia el final. Los búnkeres de Cap-Ferret están perfectamente integrados en las rutinas de los bañistas, en los días de playa. Los palistas hasta calientan haciendo frontón contra su hormigón. Semihundidos muchos, desplazados por los corrimientos de las dunas y por la acción del mar, destartalados, parecen bestias varadas que hubieran ido a la playa a extinguirse muchos años después de la propia época que los justificó y los construyó enhiestos e intimidatorios. Hace tiempo se puso de moda cubrirlos de grafitis, algunos muy talentosos, verdadero arte urbano. Y el efecto que esto causa es muy particular. un escenario posapocalíptico que recuerda el hallazgo de la Estatua de la Libertad medio hundida en la arena al final de El planeta de los simios. Como si allí hubiera proliferado una tribu posterior a un colapso nuclear.

Me paré a pensar por qué los búnkeres de Cap-Ferret, aun siendo vestigios históricos, no son tratados como tales. La respuesta es obvia: no los ha prestigiado ningún fuego recibido, como a la propia playa tampoco la volvió mítica un desembarco. Todo es atrezo, por tanto, no existe la carga atmosférica, dramática, que nos sugestiona en aquellos lugares donde ha muerto mucha gente y donde todo ha sido filtrado directamente a la posteridad. Los búnkeres de Cap-Ferret son pedazos de hormigón a los que nada caracterizó en definitiva. Es imposible, con ellos, emocionarse como en aquel búnker de Juno Beach, tomado por canadienses, donde aún es visible la inmensa herida causada por la granada que por fin derribó la puerta. O, más aún, los de la Pointe-Du-Hoc, el acantilado tomado por los Rangers que debieron escalar sus paredes, y donde, además de los cráteres de las bombas arrojadas por los aviones, aún se ven los impactos de armamento ligero agrupados alrededor de las rendijas y las troneras por las cuales los alemanes asomaban sus MG-42. Y claro, esos búnkeres han vivido intensamente, tienen cosas que contar, están ennegrecidos donde fueron pasados al lanzallamas, están reventados allí donde los alcanzó de lleno la bomba de una fortaleza volante, devoraron ellos solos a varios miles de hombres de los que pisaron las playas. Los de Cap-Ferret se quedaron sin debutar. Y al final no tienen otra historia que las que cuentan sus grafitis, ignorados por los bañistas mientras el mar y las dunas los van desordenando, hundiendo, como si estuvieran tardando en resignarse al olvido y a la frustración de no haber sido consagrados por el acontecimiento para el cual fueron creados. Qué búnkeres más tristes.

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