Topos en el jardín

Palabrería

Rancho. Cuando los metieron en jaula, se sintieron bestias del parque zoológico. No había especies que proteger ni proyecto educativo ni público. No recibían más visitas que las de los celadores, que les llevaban las bandejas de comida, un rancho lodoso elaborado en las mismas instalaciones en ollas del tamaño de pateras. Para limpiar las jaulas les entregaban escobas, fregonas y productos químicos, y la comunidad baldeaba aquellas pajareras gigantescas en las que convivían con grandes dificultades. Los modos de reprimir la inmigración habían variado con el tiempo: de los centros de internamiento, paso previo para ser deportados, a las cajas con barrotes. Las barras de acero añadían un grado más a la humillación porque los asimilaban a los animales. Precisamente se trataba de erosionar su condición humana. Las autoridades les dejaban claro que no eran presos, sino que estaban en tránsito. En tránsito quería decir que los prepararan para la evacuación, estreñida y dolorosa.

Cachorro. Fue un escándalo mundial cuando se supo que separaban las familias, que almacenaban a los niños en jaulas de menor tamaño, jaulitas adaptadas a sus tallas. Los hombres y las mujeres tampoco compartían espacio. Los segregaban en esos tres grupos fuera cual fuera su parentesco. Machos, hembras y cachorros. Los pequeños, al cuidado de funcionarios de los servicios sociales, lloraban todo el día como chuchos abandonados en el balcón a la espera del regreso de los dueños. La aparición en prensa de ese acto de inhumanidad hizo rectificar y reunieron a las familias para seguir degradándolas en grupo.

Insecticida. El siguiente paso de la política migratoria fue suprimir las jaulas, reclusión que generaba una publicidad solo apta para hámsteres. Las jaulas daban mala imagen, aunque facilitaban el almacenamiento. Multitudes en espacios diminutos: los metros cuadrados más poblados del planeta. Trasladaron a los extranjeros a campamentos cerca de las fronteras para que fuera más fácil darles una patada en el culo y pasarlos al otro lado. Quien desde su país de origen decidía ir al exilio, empujado por la pobreza o la violencia o la política, era alguien duro, y si lo hacía con la familia, durísimo. Hombres, mujeres y niños de otro material que atravesaban desiertos y mares en viajes nocivos instigados por las mafias en los que podían morir o ser esclavizados. Nada de eso tenía valor para las autoridades del Primer Mundo, que los trataban con el mismo insecticida que a los mosquitos tigre. Los campos de detención y hacinamiento se diferenciaban de las jaulas por la dimensión y la falsa sensación de libertad: a lo lejos siempre había una valla. Tampoco esas cárceles provisionales fueron del agrado de la sociedad, que prefería los muros para no tener que ver al otro lado. Las vallas permitían descubrir la miseria de los refugiados. Era tener topos en el jardín.

Desheredado. Después de mucho cavilar, los gobiernos más poderosos del mundo se pusieron de acuerdo. Comprar un territorio –ya solo quedaban a la venta tierras inhóspitas e islas paradisiacas, aunque resulta fácil adivinar en qué invirtieron el dinero– y expulsar a esa propiedad a todos los inmigrantes no deseados. Durante meses cientos de cargueros navegaron por las aguas frías con las bodegas repletas de seres humanos. Los abandonaron en las playas. Con el humor de los blancos ricos y con hechuras de sofá de cuero alguien dijo que eran «unas vacaciones en transatlántico». Trabajadores sin miedo, los pobladores a la fuerza alzaron viviendas y planificaron ciudades. Pese a la opinión general, la inmigración no era de incultos, sino de pobres o de perseguidos. Profesionales de ambos sexos: ingenieros, maestros, médicos, campesinos. Excepto de banqueros, en los grupos había de todo. Aprovecharon el infortunio para construir una nueva sociedad. Un país constituido por desheredados. Votaron una Constitución y una presidenta. Se dispusieron a abrirse al mundo. Se preguntaron cómo los recibirían aquellos que los habían expulsado. Y por qué ahora podían ser considerados como iguales.

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