Qué difícil es rejuvenecer

Artículos de ocasión

No me cabe duda de que dentro de una década se burlarán de nosotros por haber caído extasiados ante el recurso de rejuvenecimiento facial digital que se ha perpetrado en la película de Scorsese titulada a la fuerza El irlandés, cuando quería titularse Me han dicho que pintas casas. Es tal la sumisión ante cualquier fenómeno tecnológico que ya es habitual ver festejar la aparición de novedades que luego pasan sin pena ni gloria. Es probable que, en el futuro, los técnicos que se ocupan de sacar una cara juvenil de un actor maduro avancen con más tino y logren ese milagro que algunos esperaban. Más allá de la escritura de la película, este elemento decisivo en su construcción la convierte en varios momentos en un aparatoso engrudo. Y digo ‘en su construcción’ porque la película aspira a retratar a los personajes principales casi en la vicisitud completa de la vida y lograrlo con los mismos intérpretes es un reto comprensible. Sin embargo, los resultados quedan muy lejos de una mínima competencia. En los momentos iniciales, alguien se dirige por dos veces al rejuvenecido facialmente De Niro con el apelativo de kid, que viene a ser llamarlo ‘chaval’. Las carcajadas en los grandes cines de antaño habrían sido monumentales, en casa es distinto.

En esa parte inicial, donde De Niro va construyendo ese paleto noble y leal a la par que asesino banal, puede que su cara haya conseguido estirarse y asemejarse a la del genial actor de Taxi driver. Pero su cuerpo y sus movimientos delatan una edad bien distinta. Cuando se deshace del arma de un crimen, camina sobre las piedras de un río y recuerda a uno de esos señores mayores que bajan con extremo cuidado las escaleras porque ya no se fían del todo de su cadera. Hay lastimosos momentos así en los que el personaje se supone que tiene veintisiete años. Lo de menos es que el libro en el que está basada la película sea considerado en Norteamérica la fabulación menos rigurosa sobre el hampa. La confesión tardía del irlandés Frank Sheeran sobre su participación en el asesinato del sindicalista Jimmy Hoffa suena a fantasmada. Pero eso es otra historia. El rejuvenecimiento es una obsesión generalizada que atañe a las revistas de moda, la industria cosmética, la biomedicina y el deseo íntimo generalizado. Por el momento todos avanzan, pero el retoque, tanto carnal como digital, se ha distinguido por su incapacidad para resultar convincente.

Es curioso que en una película que se ha puesto como referencia obvia El Padrino haya caído en ese error de confianza en la tecnología. En su argumento ya busca el espejo con la creación de Coppola y Mario Puzzo. La mafia como drama familiar donde matar se suma al trato entre parientes, el desafecto de los seres queridos hacia quien perciben como un monstruo e incluso la escena de confesión católica como clímax de una vida, todo parece repetirse. Quizá por eso, se echa de menos que en las decisiones estéticas no se haya buscado el modelo precedente. Porque las dos soluciones de El Padrino al problema del envejecimiento de los intérpretes son gloriosas. La primera es rodarse con gran distancia de tiempo y permitir que el propio Al Pacino y sus cercanos envejecieran de manera natural entre las dos primeras entregas y la tercera. Y la segunda, igual de acertada, fue la de permitir encarnar a Marlon Brando en su versión joven por alguien tan magnético y potente como De Niro. Habría bastado salir a buscar algún actor joven que pudiera interpretar al protagonista en la primera mitad de la película. Consuela ver la estupenda capacidad de De Niro y Joe Pesci para hacer de viejos y quebrados seres. Demuestra que los actores son también transmisores en su físico de los mejores adjetivos que el cine puede ponerle a una interpretación. Sus ojos pintados para hacerlo irlandés, su cara estirada por pixelado, todo eso resulta incómodo frente a los planos donde hay alguna verdad. No en vano esa es la batalla del cine, la eterna batalla. Fabricar verdades desde una mera ilusión mágica. Si te ven el truco, mala cosa.

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