Pandemia musical

ARTÍCULOS DE OCASIÓN

Pareciera que la crisis del confinamiento sanitario hubiera sido planificada para destruir la mejor música. La muerte se ha llevado por delante a genios del jazz como Lee Konitz o Jimmy Cobb, pero además ha consagrado un tipo de grabación e interpretación apresurada y chapucera. Era tal la obsesión por salir en los medios y que nadie se olvidara de ellos que demasiados intérpretes recurrieron a un ‘hágaselo usted mismo en casa’, que a la postre más que reactivo y euforizante daba penica. La música también necesita sosiego y técnica, es otro arte caro y sustancial que precisa de pausa y sosiego. En ocasiones, los himnos rescatados por el hambre popular eran chabacanos o demenciales, pero tocaba asumirlos como uno asume lo pegadizo. También el chicle se nos pega a la suela de los zapatos y eso no quiere decir que tengamos que lucirlo con orgullo. Para muchos intérpretes acreditados, para los mejores instrumentistas, ver el triunfo de los discjockey, en los balcones no ha tenido que ser más que una última ironía del destino. Frente a los señores que saben tocar una guitarra o un piano se alzan los maestros de ceremonias, los comisarios de mesa de control y bafles atronadores. Se ha comprobado que el ‘chunda-chunda’ aumentaba la rapidez de contagio del virus, que como todo ser vivo tiene su sensibilidad interna y su orgullo frente al maltrato.

Pero la coronación de este annus horribilis para la historia de la música la definió mejor que nadie el crítico de música clásica Alex Ross en las páginas del New Yorker. Cuando recapacitó sobre lo que estaba sucediendo con las artes interpretativas durante la pandemia en su país, Estados Unidos, invocó a un cambio de prácticas. «Cuando tomamos la música gratis de Internet, tendríamos que ser capaces de imaginar un soporte para la gente que la compone e interpreta. Spotify, Apple y YouTube han ganado millones durante la crisis mientras los músicos se arruinaban. Hay un vicio económico en la lógica del streaming que beneficia a los monopolios al favorecer la conveniencia del consumidor por encima de la equitativa distribución de los beneficios entre el ecosistema musical». Mientras sus grabaciones son accesibles en la librería virtual, la esposa de Jimmy Cobb pedía dinero a los amantes de la música para pagarle la factura de los hospitales a su marido, moribundo. Esto es un síntoma cotidiano de que algo estamos haciendo mal, pero a las grandes potencias no les apetece cambiar esto. Y al consumidor tampoco.

Los más ventajistas de los músicos populares intuyeron que en la crisis del sistema de consumo se les abría una ventana de oportunidad. La actuación en directo, los megafestivales a caché, las giras de grandes estadios vendrían a significar un trasvase de ingresos frente al hundimiento de las ventas de discos. Nunca contaron con aquellos de sus compañeros que no tendrían detrás un gran aparato de propaganda, les daba igual la precariedad de los braceros, ni tampoco pareció importarles mucho toda la vertiente de profesional de la música que no tiene motivo ni manera de subirse a un escenario. Con lo que no contaban es con el destino irónico de un virus contagioso que redujera los aforos y cerrara durante un tiempo las galas y conciertos. En el tiempo de la reflexión, tampoco parece haber existido ninguna iniciativa que se plantee los grandes retos de una profesión musical que vive en estado de alarma, pero invisibilizada por la potencia expresiva y financiera de las grandes estrellas. Ser un astro o no ser nada se presenta como una torpe imitación del designio darwinista aplicado al arte musical. Seguro que puede hacerse mejor, de una manera más justa, seguro que muchos consumidores están dispuestos a variar su percepción y su modo de escucha si alguien les indica un camino más decente y honesto. No es momento de tirar la toalla, sino de alzarse con cierta imaginación y autoestima, más que nada para que quienes vengan detrás no se topen con un universo arrasado, no lo apuesten todo al pasatiempo de aficionado, sino que encuentren un rinconcito de dignidad en el que seguir practicando uno de los oficios más antiguos del mundo, el de cantarle a los demás sus cuentos.

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