Los secuestradores

PALABRERÍA

Minucioso. La reunión fue bruscamente interrumpida por la policía. La investigación del grupo criminal había durado tiempo, preparada de una forma lenta y minuciosa. Se acusaba a los detenidos de múltiples delitos –entre los más graves, de secuestro–, pero también de estafa y de blanqueo de capitales. La operación fue preparada para atraparlos aprovechando la asamblea del comité de dirección y evitar así que alguno escapase, tal vez plegado y metido en una caja de cartón.

Guardería. Aquel era uno de los muchos inmuebles que pertenecían a la organización delictiva, cuyas riquezas estaban siendo investigadas por los peritos: la mayor parte de las inversiones eran en compañías de tratamiento de la celulosa y en plantaciones de pinos y eucaliptos, los mejores árboles para fabricar papel. Lo que más extrañó a los detectives es que hubiera una guardería con cunas llenas de cajas de kleenex y tapadas con mantitas como si fueran bebés.

Sicario. En comisaría, se fotografió a los detenidos para la ficha policial. Los agentes estaban acostumbrados a la fisonomía de los sicarios más viles, si bien aquella colección superaba en espanto a cualquier otro facineroso que hubieran registrado antes. Formaban una galería del horror: los rostros, apergaminados, y algunos con grietas y partes despegadas; los ojos, gigantescos; las mandíbulas, desencajadas; los pómulos, duros como tarjetones. Ir retratándolos era aguantar la repulsión y contener la alarma.

Impertinente. Los motes también les parecían horrendos: el Cuervo, el Cateto, el Niño, la Vieja, el León, la Maruja, el Neurocirujano, el Loco, la Pija, el Payaso… Todos ellos eran filiformes, de andares descoyuntados y con alturas mínimas. El Cuervo era el jefe y vestía con frac, pajarita y chistera, como si estuviera a punto de pedir un dry martini o de entrar en la ópera, aunque parecía un disfraz anticuado y caricaturesco, de una época inventada, con un patrón de corte inexistente. Se lo interrogó con dureza y respondió con chulería, la voz rota, algo chillona, impertinente. Uno tras otro entraron en la sala, donde se les preguntó hasta el agotamiento. La Pija quiso saber cómo estaban las cajas de kleenex, si los servicios sociales se habían hecho cargo y si encontrarían unas buenas familias para las adopciones.

Mechero. Al final fue el Neurocirujano el que habló, temeroso de que un detective brutal cumpliera la amenaza de acercarle un mechero o arrojarle un cubo de agua. Les descubrió en qué almacén tenían ocultos a los ventrílocuos: sin arrepentimiento ni culpa les dijo que, sencillamente, les devolvían el trato que ellos les habían dado durante años. ¿Acaso era del agrado de alguien llevar un brazo metido en el culo?, ¿o tener que mantener diálogos idiotas y sin sustancia para hacer reír?, ¿o vivir encerrado en una caja de cartón, a oscuras y entumecido y liberado solo para los ensayos y las actuaciones?, ¿o no recibir ningún sueldo por el trabajo? ¿A eso no se le llamaba esclavitud? ¿Acaso los ventrílocuos no eran también unos secuestradores?

Desnutrido. La operación de rescate finalizó con nuevos detenidos: las marionetas armadas que vigilaban a los artistas. Y se decomisó el material para construir títeres, sobre todo, decenas de bobinas de papel. En las estanterías, cientos de cabezas espantosas, con los saltones ojos sin vida y el mecanismo de la boca abierto en una imagen de pesadilla. En el taller clandestino, los antiguos patrones estaban obligados a dar vida al papel maché y a construir un ejército de congéneres para el comité de dirección. Los raptados, aterrados y desnutridos, contaron el plan para dominar el mundo con pasta de papel y cartón piedra. Uno de ellos, descompuesto por el miedo, explicó cómo uno de los muñecos intentó meterle la mano por detrás mientras le susurraba chistes malos al oído.

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