Arcadi Espada ha escrito un libro sobre un funcionario del Estado español que siguió las instrucciones que le dio su Gobierno.¡Ah!, ¿y eso da para un libro?Sí, siempre que converjan circunstancias muy concretas. que el escenario fuera la Hungría nazi ( un coto de caza , como la definió el escritor húngaro Sandor Marai), que el funcionario ocupara un cargo diplomático de nuestra Embajada, que la orden consistiera en salvar judíos y que el Gobierno estuviera presidido por Francisco Franco.Es la historia de Ángel Sanz Briz, hombre que posteriormente fuera embajador en China y que falleciera al comienzo de los ochenta sin que su trabajo hubiera sido ampliamente reconocido por extraños e incluso por propios. Sanz Briz y un grupo de franquistas de inequívoca factura aplicaron con especial pasión humanitaria las instrucciones según las cuales debían expender salvoconductos para liberar de su sombrío destino a cuantos judíos pudieran. Espada marca como labor esencial de su libro demostrar que tales acciones no fueron iniciativas individuales desconectadas, cuando no opuestas, de la política exterior del régimen franquista, sino una concienzuda aplicación del sentido del deber. ¿Qué razón llevaba a Franco a desdecir su inicial simpatía por el Eje, y a los alemanes en particular, mediante la liberación de judíos del desgarrador destino final que tenían preparado los nazis? Táctica política, indudablemente. Intereses estratégicos. Franco sabía que la derrota era inevitable (1944) y que lo que más convenía a los intereses de su régimen era salvar al mayor número de judíos posibles. Se trataba de mejorar su imagen internacional. Así se lo indicó a Sanz Briz, tal como demuestra Espada con su minuciosa labor de investigación. Como dice el autor, estos señores salvaron a las personas en nombre de Franco; ya sé que es muy dura esta complejidad, que lo bonito es salvar a la gente en nombre de Gary Cooper, pero la vida es así de complicada . La razón de Estado no siempre es incompatible con la razón moral.Curiosamente, Sanz Briz no fue debidamente reconocido por el Gobierno español. Sí por el hebreo, que en 1966 le distinguió como Justo entre los Justos, aunque se le recomendó que no acudiese a recoger el galardón para no enturbiar nuestras relaciones privilegiadas con las naciones árabes. A la par, a quien el Gobierno español atribuyó todos los méritos del trabajo humanitario en Budapest fue a Giorgio Perlasca, funcionario de la delegación que quedó como encargado de negocios después de que Sanz Briz fuera mudado a Berna. Perlasca suplantó los logros de Sanz, falseó la historia y quedó como el verdadero héroe de la Embajada en Hungría. Tanto fue así que el Gobierno español le condecoró con la Orden de Isabel la Católica. Para Sanz Briz no hubo nada. prosiguió una brillante carrera profesional en el ámbito diplomático, pero no fue reconocido por todas las gestiones que realizó gracias a sus contactos privilegiados con el Gobierno húngaro de la época. Espada ha querido, tantos años después, demostrar que Perlasca estuvo allí y que a buen seguro colaboró en salvar aquellos miles de judíos, pero también que fue considerado el ángel español solo tras haber manipulado a patadas la figura de su verdadero salvador.A estas alturas, poco puede importarle a Espada que algunos consideren que le hace un favor involuntario al franquismo. El perfil forrado de titanio de un periodista de su imprevisible condición hace que sea inmune a esas cosas. Espada asume los riesgos de circular a contramano por las calles de la corrección política. Que se lo digan a él después de todas las invectivas que recibió y recibe a cuenta de su postura crítica con el ‘pensamiento único’ imperante en Cataluña. Eso forja caracteres, créanme.Si se pregunta por lo que ocurrió con aquellos cinco mil judíos que la España de Franco salvó de los crematorios urgentes de los nazis, debe saber que la inmensa mayoría se quedó en Budapest. Caído el nazismo, creyeron que la pesadilla había acabado. No fueron capaces de prever que llegaban los soviéticos y que su tortura proseguiría cuarenta y cinco años más. Los pocos que se fueron no lo lamentaron nunca. n

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