En 1907 el autor de ‘Soledades’ ocupa la cátedra de Francés del Instituto de Soria. Allí vive cinco años, Antonio Machado descubre Castilla y se casa con Leonor Izquierdo, lo que lo vincula para siempre con la ciudad del Alto Duero. D.B./Foto: Cordon

Es más que seguro que en estos instantes, cuando usted lee este párrafo, alguien deposita una flor, o un manoseado ejemplar del Cancionero apócrifo, o una réplica de la máquina de cantar de un tal Juan de Mairena, o un poemario, en el buzón para mensajes que, para tal menester, aguarda junto a la tumba del poeta sevillano.

Y es que allí llegan cartas y paquetes desde cualquier rincón del mundo, en todo tipo de idiomas conocidos, dirigidas muchas de ellas con un lacónico «a Don Antonio Machado, cementerio de Collioure» y entregadas con marcial puntualidad por el cartero local. Plegarias desatendidas. O no tanto. Cuentan, asimismo, quienes recientemente pasaron por ese lugar, que todavía es habitual asistir a la visita de maestros y alumnos, en devota y silenciosa procesión, ante la lápida bajo la que Machado descansa, al fin, pese a los sucesivos y numerosos intentos fallidos que, durante la dictadura de Franco, trataron de trasladar sus restos a España. Ahí sigue, repleta de pétalos y hojas silvestres que ondean en frágiles banderas del tricolor de una república extinta. Las montañas como testigos mudos, esbeltos. Con todo, el recoleto camposanto de esta pequeña villa costera, situada en el departamento Pirineos Orientales francés, muy cerca de la frontera con nuestro país, a orillas de la llamada Costa Roja del Mediterráneo, es hoy por hoy un espontáneo lugar de encuentro, de peregrinación.

Ha llegado ya la hora de ajustar algunas cuentas con el autor de Soledades. En primavera de 1907 fue el comienzo de una metamorfosis que otorgaría al poeta su carácter universal que ya no lo abandonaría nunca. Cinco años de placidez provinciana en los que Machado encontró su sereno y profundo estilo, sencillo, tan soriano, además de aprender a glosar paisajes tanto interiores como exteriores y enamorarse de una casi niña llamada Leonor, a la que cantó. «Seguimos necesitando muchos Antonios Machado, muchos Juan de Mairena -afirma Amalia Iglesias Serna-, presidenta ejecutiva de la comisión nacional del centenario. Aunque creemos que sería un error hacer cosas que estén sólo a sus orillas. Él hubiera apostado por algo más plural. En este sentido, dentro del maremágnum de homenajes y eventos que hemos preparado, se celebrará en su nombre un acto con el Circo Chino. Recientemente, el Instituto Cervantes bautizó su biblioteca de Pekín con el nombre de Antonio Machado.» Bautizo que se suma a un verdadero cúmulo de actividades conmemorativas.

Su llegada a Soria en 1907 fue el inicio de una metamorfosis que otorgaría al poeta su carácter universal, que ya no lo abandonaría nunca

Pocos hay dispuestos a criticar a Antonio Machado. Aunque excepciones nunca faltan. Quizá Pepín Bello, para quien «era de una miseria, de una elementalidad, de una tristeza sin límites». O Francisco Umbral, en alguna de sus incontables salidas de tono metafórico. O Jorge Luis Borges, a quien le preguntaron en cierta ocasión si conocía al poeta y respondió: «¿Dice usted Antonio Machado? ¡No sabía que Manuel tenía un hermano!».

Más razonable parece quedarse, al contrario, con la opinión de sus múltiples devotos y entregados. Una ‘legión de machadianos leales’, profundos y heterodoxos. Como lo fue Rubén Darío, quien describía al poeta en su Oración por Antonio Machado, «su mirada era tan profunda que apenas se podía ver. Cuando hablaba tenía un dejo de timidez y de altivez. Y la luz de sus pensamientos casi siempre se veía arder. Era luminoso y profundo como era hombre de buena fe». O lo es Juan Manuel Serrat para recordarnos que un día no muy lejano regresó a Collioure «y volveré otra vez, aunque sólo sea para recordar y hacer recordar a los demás una terrible lección de la historia que no deberíamos repetir; aunque el hombre, ya se sabe, es un animal tan torpe…». Y Unamuno, quien decía del poeta camino de su enésima tertulia: «Vengo de saludar al hombre más descuidado de cuerpo y más limpio de alma de cuantos conozco». Y Pío Baroja, que nos recuerda en Aquí París, su colección de crónicas y ensayos: «Antonio Machado era un hombre bondadoso, persona de sentimientos nobles y capaz de sostener una actitud difícil. El otro hermano, Manuel, era un señorito de poco fiar».

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