Su rostro quedó calcinado en un incendio. Perdió su cara. Y su vida. Se enganchó a los calmantes y pensó incluso en dejar huérfanos a sus hijos. Pero un buen día ocurrió el milagro. Un cirujano le ofreció, gratis, un trasplante de cara. Esta es su historia. Por Víctor de Azevedo

Una cara artificial para los donantes

«Cuando salí de casa aquel día, yo era un padre normal de pelo rubio y ojos azules que se iba a trabajar; tenía una vida estupenda. Y, de repente, todo cambió».

Sucedió el 5 de septiembre de 2001. Patrick Hardison tenía 27 años, tres hijos, una esposa, un boyante negocio de venta de neumáticos y en sus ratos libres ejercía como voluntario en el cuerpo de bomberos de la pequeña ciudad de Senatobia, 65 kilómetros al sur de Memphis. «Ese día recibimos una llamada -rememora Hardison. Decían que había una señora atrapada por el fuego en una casa. Al llegar, otros tres compañeros y yo entramos al edificio y…».

Tenía 27 años cuando perdió su rostro tratando de salvar a una anciana de un incendio

A partir de ahí sus recuerdos son difusos. El techo se vino abajo, su máscara de oxígeno comenzó a derretirse y, aunque consiguió quitársela y escapar del infierno ayudado por un compañero, cuando salió a la calle sus colegas no pudieron reconocerlo. «Su rostro humeaba, la piel se le derretía… Estaba carbonizado, recuerda su compañero Bricky Cole. Cuando la ambulancia se fue, pensé que era la última vez que lo veía con vida».

 

Hardison sobrevivió. Pero su cara había desaparecido. Párpados, orejas, labios… Pasó 63 días ingresado y regresó a casa convertido en una momia. Cuando se retiró los vendajes, sus hijos -de seis, tres y dos años- se llevaron un susto de muerte. «Estaban aterrados -recuerda el bombero-. Es normal, eran muy pequeños». Alison, la mayor, salió despavorida de la casa y solo regresó arrastrada por su madre.

Hardison se sometió a 71 cirugías a lo largo de 12 años en una serie de infructuosos intentos por volver a ser el que había sido. «Poco a poco, su cabeza comenzó a parecer una cabeza», cuenta Chrissi, su esposa. La mayor preocupación, sin embargo, fueron los ojos. Los doctores reconstruyeron sus párpados con un cono de piel, pero el resultado le daba una siniestra apariencia de reptil. Y seguía sin poder parpadear. Todas las noches cerraba los ojos con sus dedos, mientras su cabeza se poblaba una y otra vez de pesadillas que le devolvían al incendio que trastocó toda su vida.

El drama de vivir sin rostro

Para su esposa tampoco fue fácil. «Un día despides a tu marido camino del trabajo y regresa a casa convertido en un extraño. Es como si hubieras muerto», le dijo en cierta ocasión. Para colmo, los ingresos cayeron en picado. Perdieron la casa, los coches y acabaron viviendo donde la madre de Chrissi. Ella, además de esposa, ejercía de enfermera, ya que lo alimentaba, lo bañaba… Hardison mientras tanto, cada vez más encerrado en sí mismo, vivía una montaña rusa emocional, pasando de la depresión a la esperanza ante cada nueva intervención; adentrándose de forma progresiva en una dolorosa espiral que lo convirtió en un adicto a los calmantes que le aliviaban el dolor. Por el camino, el matrimonio tuvo dos hijos más, pero ocho años después del fatídico incendio se divorciaron.

71 cirugías. A la izquierda. Patrick, tras 71 intervenciones, logró tener cabeza, pero no podía parpadear y tenía un aspecto ‘reptiliano’. A la derecha: con su nuevo rostro, aún hinchado tras la operación.

Para entonces, Hardison estaba perdiendo su ya escasa visión. El oculista no le dio esperanzas: acabaría ciego. Así que el exbombero empezó a considerar una opción que la ciencia comenzaba a demostrar como posible: el trasplante de cara. Animado por un amigo, envió su historial al doctor Eduardo Rodríguez, un cirujano reconstructivo que acababa de culminar el mayor trasplante de ese tipo realizado hasta la fecha corría el año 2012, restituyendo cara, mandíbula y lengua a un hombre desfigurado por un disparo de escopeta. Tras el éxito, Rodríguez buscaba nuevos retos.

Sus hijos: aquí con una de ellos, Avery, lo ayudaron a mantener el ánimo

Rodríguez y su equipo analizaron a Hardison para evaluar si resistiría el desafío. Le explicaron los riesgos: si su cuerpo rechazaba el trasplante, podría morir. La evaluación concluyó que Hardison era el candidato perfecto.

Una llamada de teléfono que no llegaba

Para seguir adelante, era esencial un donante. Debía ser alguien con el mismo color de piel y cabello que Hardison, mismo tipo de sangre y con una estructura craneal similar. De este modo, Hardison fue inscrito en la lista de espera para trasplantes de Nueva York en agosto de 2014.

La espera fue una tortura para él. Cada mañana, me levantaba y pensaba: «‘¿Será hoy?’. Y así durante meses», confiesa. La llamada que tanto ansiaba llegó un año después. Su fortuna, sin embargo, implicaba una desgracia ajena.

David Rodebaugh era un ‘loco’ de las bicicletas. Su pasión le costó la vida. Corriendo sin casco y a velocidad excesiva por un carril-bici sufrió un accidente mortal. Tenía 26 años. Su madre no dudó un momento. «David habría hecho lo que fuera para ayudar», contestó cuando le propusieron la posibilidad de que su hijo fuera el donante. Con la luz verde en el bolsillo, Rodríguez llamó a Hardison. «Es todo lo que había estado esperando desde hace 14 años», le replicó el paciente.

El donante debía tener el mismo color de pelo que Patrick, su mismo tono de piel y estructura craneal. David Rodebaugh tenía 26 años cuando murió en un accidente de bici.

El 14 de agosto, dos días después de la muerte de Rodebaugh, Hardison aguardaba anestesiado en una sala de operaciones de un hospital de Manhattan. En la estancia contigua yacía el donante. Veintiséis horas después, el trasplante de cara más extenso realizado hasta la fecha, cubriendo el cráneo completo y parte del cuello, fue considerado un éxito.

A Hardison, sin embargo, le quedaba por delante una larga y dolorosa recuperación; un tenso proceso marcado por la amenazante sombra del rechazo. El diez por ciento de los pacientes sometidos a un trasplante de cara, parcial o completo, han fallecido. Hardison sabe que pasará el resto de su vida tomando inmunosupresores, un potente tipo de fármacos para tratar o prevenir posibles rechazos.

El bombero, ya con su nueva cara, junto con el doctor Eduardo Rodríguez. El cirujano ya era famoso por haber reconstruido otros rostros, pero ninguna operación había sido tan compleja como esta.

«La cuestión no es si hará un rechazo, sino cuándo», advierte su cirujano. Y cuando eso ocurra, los médicos le darán más inmunosupresores y cruzarán los dedos.

Mientras, Hardison vive su día a día envuelto en intensos dolores. Pero el sufrimiento físico para él es un precio que merece la pena pagar. «Puedo vivir con ello», asegura. A cambio, nunca olvidará la primera vez que se miró al espejo tras la operación. Con Rodríguez a su lado, el exbombero, pese a la hinchazón, disfrutó admirando sus labios, sus oídos, su nariz y sus ansiados nuevos párpados por primera vez en 14 años.

El día que sus hijos vieron su rostro

Nueve semanas después de la operación ya estaba preparado para que lo vieran sus hijos. Hasta entonces solo se había comunicado con ellos por mensajes de móvil, nada de fotos. «Quería saber de qué color era su pelo, su piel, sus ojos», enumera Alison, la mayor, con 21 años ya. «Un millón de cosas pasaban por mi cabeza». El primer momento fue extraño para todos, hasta que Hardison abrazó a cada uno de ellos y bajo sus estrenados párpados brotaron las primeras lágrimas de su nueva vida.

Sus hijos: aquí con una de ellos, Avery, lo ayudaron a mantener el ánimo

Ha pasado ya medio año desde el trasplante, cuyo coste Rodríguez eleva al millón de dólares, pagado en su totalidad por el NYU Langone Medical Center, donde el cirujano ejerce como jefe de cirugía plástica. La piel de Hardison se parece ya a su color original y su pelo y su barba crecen sin problemas, otorgando al exbombero el pequeño placer de afeitarse 14 años después. Nada comparable, en todo caso, a la satisfacción de su primer paseo en solitario. «Me sentí una persona más, nadie me miraba, ningún niño se asustaba al verme -rememora con la voz entrecortada-. «Es… es muy emocionante recuperar algo así». Y todo gracias a un joven amante de las bicis, que lo ha hecho posible. «Él y su familia me han dado este increíble regalo», subraya.

 

 

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