Extravagantes rituales, rivalidades familiares, escenas de celos… Los últimos años del escritor Robert Graves en el pueblo mallorquín de Deià estuvieron marcados por el escándalo. Por Jocasta Shakespeare/Fotos Cordon Press.

Un extraño ritual tuvo lugar en el pueblo mallorquín de Deià una noche de Luna llena de agosto de 1964. Una mujer bajó corriendo a la playa con una vela, un tambor y un cuenco con sangre de conejo. Dos hombres mucho mayores que ella la esperaban: el poeta y novelista Robert Graves, de 69 años, y un amigo de éste, el poeta sufí Idries Shah, de 45. La mujer les ordenó que se desnudaran, trazó con la sangre un círculo en el suelo y les indicó que se situaran en su centro. Embadurnó de sangre sus frentes y sus pechos, situó la mano derecha de cada uno sobre el corazón del otro y les hizo repetir: «Cuando uno llame, el otro vendrá». Al tiempo que aporreaba un tambor, soltó un grito. Luego se marchó, dejando al escritor y a su nuevo ‘hermano’ allí.

Cuando el escritor murió, en 1985, los secretos de estos enloquecidos años pasaron a la oscuridad y sus cartas de amor fueron puestas bajo siete llaves

En los últimos 35 años de su vida, transcurridos en Deià, Graves mantuvo relaciones con cuatro mujeres más jóvenes, a las que llamó sus musas: Judith Bledsoe, Margot Callas, Juli Simon y Aemilia Laracuen, la que ofició el ritual y la más destructiva de todas. Por entonces, Graves estaba casado con Beryl y tenía cuatro hijos. Los poemas que escribió en su honor son crudos y rabiosos, el reflejo de una obsesión: «Apuñalar, apuñalar las secretas regiones./ Del amado cuerpo de la otra.»

El suceso de la playa fue uno de los episodios que siguen provocando embarazo a la familia Graves y a los depositarios del legado del poeta. Cuando el escritor murió, en 1985, a los 90 años, los secretos de estos enloquecidos años (cuya obra conocida como la ‘poesía de las musas’ es considerada menor por los estudiosos) pasaron a la oscuridad y sus cartas de amor fueron puestas bajo siete llaves.

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A Aemilia sigue divirtiéndole el recuerdo del ritual de Deià: «Fue electrizante» y explica por qué los 37 años que separaban a ambos no supusieron un problema: «Él era apuesto y tenía una mente brillante. Cuando entraba en una habitación, era como un rayo de sol».

En 1963, a los 68 años, Graves estaba decepcionado con dos de sus musas, Judith Bledsoe y Margot Callas, y se embarcó en una gira de conferencias por EE.UU. A Aemilia la conoció en una fiesta neoyorquina y le pagó un vuelo a Mallorca, donde la presentó como su nueva favorita. Al principio, Aemilia se quedó de una pieza ante la idea de convertirse en su musa, ofrecimiento que venía a ser una especie de empleo al servicio de Graves, quien, por su parte, se comprometía a reconocerla en público como su inspiración. A ella le gustó Deià, que en los años 60 era un lugar recóndito y pródigo en artistas, amigos de las fiestas playeras y jóvenes hippies que, hubieran leído o no sus libros, estaban dispuestas a inspirar su poesía del deseo. Un honor que Graves ofrecía a Aemilia: el patronazgo de un hombre rico y famoso en un momento en que ella se había separado de su marido y sostenía una relación con el poeta Howard Hart, socavado por el alcoholismo.

Pero Aemilia (quien empezó a frecuentar el café del pueblo y a liarse con otros hombres) era peligrosa. Nunca negó, por ejemplo, que había apuñalado a su primer marido, Owen Lee. «Fue fácil, como hundir un cuchillo en un pastel», afirma al mismo tiempo que asegura que logró encandilar a la Policía para que no la detuvieran. Lo cierto es que Lee sobrevivió, pero ahí se acabó el matrimonio. No así la violencia que la acompañaba a ella.

Cuando Graves escribió sobre los impulsos homicidas que él mismo sentía hacia Aemilia, ésta admite tener parte de culpa. «Pobre. Él no me satisfacía, pero yo no podía dejarlo. Robert sufría de próstata, lo que convertía el sexo en algo laborioso.» Y Graves se obsesionó con ella. «Me llamaba su ‘diosa’. Al principio, yo pensaba que era una broma, pero lo decía en serio. Para él, esa creencia se convirtió en una religión.» Este papel espiritual de las musas lo corrobora hoy, desde la población inglesa de Bournemouth, Irene Gay, mujer de Kart Gay, quien fuera el secretario de Graves: «Durante unas conferencias que pronunció en Oxford en 1963, a las que asistieron más de 1.200 alumnos, Graves describió a Aemilia como a una musa suprema. Venía a ser su definitivo trofeo, la promesa de la felicidad eterna».

«A veces, su esposa venía a buscarme a mi casa por la noche y me pedía que fuera a vera a Robert, que se sentía solo sin mí. No entiendo cómo lo soportaba»

Ante esta situación, ¿cuál era el papel de la esposa del escritor? Los biógrafos como Richard Perceval Graves describen a Beryl como a «una santa» y, 40 años después, Aemilia seguía mostrando perplejidad ante su actitud: «A veces, Beryl venía a buscarme al café o a mi casa por la noche y me pedía que fuera a ver a Robert, que se sentía solo sin mí. No entiendo ni cómo lo soportaba ni por qué lo hacía». Irene Gay, quien conoció bien al poeta y a su esposa, apunta una explicación: «Es posible que Beryl se sintiera aliviada al no tener que divertir a Graves.»

Por su parte, el escritor cantaba a sus musas en lenguaje mitológico, pese a que Aemilia nada tenía de diosa y no estaba dispuesta a acatar los dictados de un hombre. Rehusó comprometerse con Graves. Pero cuanto más se negaba, más atraído se sentía él, quien creía que aquélla era una batalla que no podía perder.

Su nueva musa inició una vida a caballo entre el apartamento de su antiguo amante Howard Hart, en Nueva York, el caserón de Graves en Deià, las casas de sus amigos en Londres y el hogar de su familia en Puerto Vallarta, México. Un alto tren de vida a cargo del bolsillo de Graves, quien no reparaba en atenciones. En 1964, y sin decírselo a su esposa aunque andaba escaso de fondos, el escritor compró a Aemilia una casa en Puerto Vallarta con la intención de vivir allí los dos. Sin embargo, fue a Hart a quien Aemilia invitó a la casa.

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Finalmente, en febrero de 1965, Graves dejó a Beryl y siguió a Aemilia a México. Antes de partir escribió a un amigo: «Con esto se termina mi vida literaria». El poeta consideraba que estaba haciendo el supremo sacrificio por ella. Pero Aemilia se quedó de una pieza. Le dijo que no lo amaba, que no tenía la menor intención de cuidar a un anciano. Entonces, las cartas del poeta se tornaron lastimosas y, finalmente, volvió a Deià. Beryl lo recibió con naturalidad, como si hubiera ido a comprar tabaco. Pero la relación no había terminado. Cuando Aemilia volvió a aparecer por Deià en el verano de 1965, el escritor le regaló una casa en el pueblo llamada La Posada. El obsequio tenía trampa: su hijo mayor, William, vivía allí con su esposa. Para cólera del poeta, el joven se negó a abandonarla, así que Graves acabó comprando otra casa para su musa. Su esperanza seguía siendo que ésta se quedará en Deià para siempre. Pero Aemilia era tan complicada como evasiva, por lo que Graves recurrió a otra táctica: decidió que lo mejor sería que tuvieran un hijo. Así ambos fantasearon con que tenían un bebé pelirrojo llamado Jeremy Delfino. Pero el niño nunca llegó. «Yo quería tenerlo -admite ella hoy-, pero habría supuesto el fin de nuestra relación. Él había escrito antes: la vida doméstica y los hijos suponen la muerte de la musa.»

Quizá los más afectados por este obsesivo asunto fueron los hijos de Graves, especialmente Juan, el menor. Según cuenta Aemilia: «Margot Callas estuvo liada un tiempo con él. En mi caso se trató de una aventura de una noche. Lo cierto es que Robert se puso furioso». A partir de entonces la relación entre padre e hijo nunca volvió a ser la misma.

«Aquellos incidentes hicieron que la furia de Robert alcanzara niveles demenciales», indica Ben Wright, escritor, conferenciante y habitual de Deià. Por el pueblo empezó a correr el rumor de que, para vengarse, un día el escritor puso LSD en la bebida que Juan se estaba tomando. Aemilia insiste en que ese rumor fue «una mentira infame» y en que Graves jamás le hubiera hecho algo así a su hijo. Con tanto rumor, no es de extrañar que los miembros de la familia que siguen vivos prefieran olvidar esta época. Sus desventuras terminaron pronto. En el verano de 1966, Aemilia se enamoró de Peter Weismuller, un hombre 20 años menor que ella. Con 71 años, emocionalmente exhausto y aquejado de cálculos biliares, Robert Graves se marchó al hospital Saint James londinense, donde al poco recibió la visita de Juli Simon, hija de 17 años de un amigo suyo. Cuando Juli le dijo que estaba enamorada de él, Graves la adoptó como nueva compañera. «Reconozco que me puse celosa, pues supe que ya nunca más lo tendría a mi lado», recuerda Aemilia. La inversión literaria que Graves había hecho en ella terminaba ahí pero Aemilia no tardó en olvidarlo. Al otoño siguiente se marchó a la India con Weismuller, y Graves nunca más volvió a verla.

Para la familia del escritor, el comportamiento de Graves era fruto de una demencia surgida tras una operación. Califican de’médicos’ los poemas de aquella época

La Universidad de Columbia, que en 1969 le compró 900 cartas por 12.000 dólares, posteriormente pagó una suma bastante más elevada por algunas de sus fotografías. Este archivo literario estuvo embargado hasta la muerte de la esposa de Graves y, a día de hoy, es de acceso limitado a quienes cuenten con demostrables credenciales académicas. Una bibliotecaria de la universidad indica que tantas precauciones tienen por objeto «no ofender a su hijo William». Aemilia, por su parte, recuerda con fatiga esos documentos tan rentables. «Todas esas viejas cartas medio ilegibles… Me escribía a diario, incluso si yo estaba en Deià. Cuando lo abandoné, empezó a enviarme cartas de súplica prometiéndome que iba a dejar a Beryl.» Las centenares de cuartillas redactadas con la picuda escritura de Graves hablan de esa dinámica enfermiza. Aemilia tamborilea los dedos sobre la mesa. «Sé muy bien que William me sigue odiando», afirma.

Por su parte, William Graves insiste en que la demencia de su padre empezó en 1959, de resultas de una operación de próstata, y denomina como ‘poemas médicos’ las creaciones referidas a sus musas, lo que viene a abolir el reinado de Aemilia. El adjetivo de ‘médico’ no tiene nada de caprichoso, sino que subraya la convicción de que su padre había perdido la razón hacia 1960, de forma que su obra posterior carece de sentido alguno.

Aemilia, sin embargo, no está de acuerdo: «En ausencia de una vida sexual entre nosotros, lo que a mí me atraía de él era su mente. ¿Te parece que yo iba a perder el tiempo con un viejo demente?» Argumento que corrobora otro testigo. Tras el abandono de Aemilia, Graves sufría de estrés agudo, lo que lo llevó a recurrir a un masajista llamado Robert Stokesberry, quien sostiene: «Cuando yo lo conocí, Graves estaba cuerdo y sano. En mi opinión, fue la tensión emocional lo que pudo con él a finales de los años 60».

Ya no estaba en disposición de seguir luchando y acabó por perder el control sobre su vida. Graves finalmente se hundió en el silencio y el alzheimer, y fue Beryl quien cuidó de él. Richard Perceval Graves, quien visitó a su tío en el lecho de muerte, incide de forma sombría: «Beryl se mostraba tan atenta como sutilmente cruel con él. Al final pudo vengarse».

UN POETA ENAMORADO DEL IMPERIO ROMANO

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Británico, amigo de Lawrence de Arabia, combatiente en la Primera Guerra Mundial y erudito que se consideraba, ante todo, poeta (hasta el punto de que declaraba que su oficio novelístico era apenas una forma de ganarse la vida), fueron, sin embargo, sus novelas históricas las que le dieron fama y dinero. Especialmente Yo, Claudio y su continuación Claudio, el dios y su esposa Mesalina, que la BBC convirtió en una exitosa serie para televisión. No menos famoso fue su Adiós a todo eso, una memoria militar satírica con la que escandalizó al establishment británico. Ejerció varias cátedras universitarias y vivió en Deià desde 1929 hasta su muerte.

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