El gran símbolo de la revolución bielorrusa tiene 73 años. Nina Bahinskaja lleva media vida protestando. Primero, contra los soviéticos y, desde 1994, planta cara al dictador de su país, Alexandr Lukashenko. Su lucha inspira a miles de jóvenes. Visitamos a esta líder nata, que ya es bisabuela. Por Timofei Neshitov y Tatiana Tkatshova / Der Spiegel y Getty Images

Todas las revoluciones tienen sus héroes. La revolución bielorrusa tiene a Nina Bahinskaja. «Icono de la oposición», la bautiza la BBC; «la abuela que sacude a los policías», añade The New York Times. Y todo esto a partir de una breve secuencia de vídeo.

La escena se grabó en agosto en Minsk, la capital bielorrusa. Miles de personas protestaban contra el fraude electoral cometido por el presidente Alexandr Lukashenko; la Omon, su policía especial, metía a los manifestantes en furgonetas que desaparecían a toda velocidad. En un puente cercano al palacio de la Independencia, Nina sostenía la bandera rojiblanca de la oposición. Dos policías con pasamontañas le cerraron el paso. «Estoy dando un paseo», les dijo. Con 73 años y 1,55 de estatura, pasó entre los agentes con toda tranquilidad, cruzó el puente y levantó su bandera.

Desde entonces, los manifestantes han adoptado sus palabras como grito de guerra: «¡Estamos dando un paseo!». También corean su nombre mientras en Internet aparecen cada vez más vídeos protagonizados por Nina: que si le quita el pasamontañas a un policía, que si se pone delante de un furgón con detenidos…

Nina Bahinskaja, una bisabuela contra la dictadura bielorrusa 1

En Internet hay vídeos grabados con móviles en los que Nina le quita el pasamontañas a un policía, patea a otro, se pone ante un furgón con detenidos… Foto: Getty Images.

En la estrecha cocina de su casa, Nina se enrolla un delantal a la cintura, se sienta en un taburete con una olla entre las piernas y empieza a pelar manzanas. Por la casa hay aparatos averiados, impresoras y microondas por todas partes; su hijo se dedica a repararlos. Duermen en el mismo cuarto y en el de al lado lo hacen su nieta, su bisnieto y un perro. «¿Silla o cama?», ofrece, señalando a un tablero apoyado en cuatro postes de madera, con una colcha azul con peces y ranas por encima.

La conversación gira sobre el hombre que gobierna Bielorrusia desde 1994 como si el Muro de Berlín nunca hubiese caído; el hombre que sigue llamando ‘KGB’ a su servicio secreto y a sí mismo, ‘Batka’, ‘padrecito’. Como los zares, como Stalin.

Una caña de pescar y una bandera

Para Nina, el pueblo ha despertado. Se alza contra un presidente que dice haber ganado las últimas elecciones -las séptimas desde 1994- con más del 80 por ciento de los votos; un mandatario que asegura que una mujer nunca podría gobernar Bielorrusia; que dice preferir ser dictador a homosexual y que posa con un fusil de asalto. Hablamos del último tirano de Europa, cuyos rivales marchan al exilio, son detenidos o desaparecen. «¿No tiene miedo?», le pregunto. «No», responde y se pone su chaquetón, guarda una bandera en su bolso, coge una caña de pescar plegable, un caramelo y abandona la casa.

Nina se sube al tranvía camino del mercado de Komarovka, donde arranca la marcha semanal de mujeres contra Lukashenko. Furgonetas de la Policía especial adelantan al tranvía. «¡Nina, eres una leyenda!», le grita una pareja de jóvenes. «Solo me sumo a vosotros, nada más», contesta. La ciudad se llena de banderas blanquirrojas. Nina extiende su caña de pescar y ata en ella la bandera. Unas dos mil mujeres -la mayoría, jóvenes- se ponen en movimiento. Pasan ante jubilados que venden ajos en las aceras entre edificios de la época soviética. Las mujeres corean: «¡Nina! ¡Nina!». O: «¡Sveta! ¡Sveta!». O: «¡Masha! ¡Masha!».

Nina nunca paga las multas. Así que el Estado se queda con la mitad de su pensión. Vive con 65 euros. «Yo nunca fui soviética. No necesito un ‘padrecito'»

Masha es María Kolésnikova, de 38 años, que dirigía la campaña de un opositor, ambos detenidos antes de las elecciones. Sveta es Svetlana Tijanóvskaya, la traductora de 38 años que se presentó a las elecciones después de que Lukashenko encarcelara a su marido, candidato. Tras los comicios, Sveta huyó a Lituania, desde donde grabó un mensaje para su pueblo. «Pensaba que la campaña me había endurecido -decía-, pero parece que sigo siendo la misma mujer frágil de antes». Nina votó por ella y entiende su huida. «Si la vida de mis hijos estuviera en peligro, tampoco me quedaría», afirma. Entre los manifestantes, Sveta es la presidenta legítima.

En la marcha de mujeres, alguien le entrega a Bahinskaja un ramo de flores. De repente, el pánico se extiende. Furgonetas de lunas tintadas frenan con estrépito, de su interior saltan hombres con pasamontañas y porras. Algunas mujeres echan a correr; otras se toman del brazo y forman cadenas. Los hombres las arrastran una a una sin miramientos. «¡Estamos dando un paseo!», gritan; «¡Nina! ¡Nina!», corean. Nina agita su caña de pescar y avanza entre la multitud. Dos hombres la cogen de los codos y la meten a la fuerza en un furgón. Tiran al suelo la bandera y el ramo de flores. «¡Menudos héroes! -gritan las manifestantes-. ¡Quitaos los pasamontañas, cobardes!».

El país que solo existió nueve meses

Esta es su primera detención del otoño. Pasada una hora la dejan en libertad. Se queda un rato en la puerta de la comisaría, luego pulsa el interfono y se pone de puntillas para llegar al micrófono. «Soy Bahinskaja, me han prometido que me iban a devolver mi bandera -dice-. Voy a presentar una queja al ministro, bribones». Nina dice que no tiene miedo a los hombres de Lukashenko: «No quieren que una anciana se les muera en la cárcel».

Nina Bahinskaja, una bisabuela contra la dictadura bielorrusa 2

También paga las consecuencias: la tiran, la detienen… Pero asegura que no tiene miedo. Foto: Getty Images.

Un Audi se detiene junto a la parada del tranvía en la que aguarda Nina. Se bajan dos mujeres jóvenes, de uñas largas y labios tratados con bótox. «Nina, querida, ¿quiere que la llevemos?». Una vez en casa, calienta sopa de pollo, se sienta en el taburete junto a la estufa y empieza a comer. Mastica con cuidado. Lleva dentadura postiza. Le encantaría comerse un plátano, son blandos, pero también caros.

Nina nació en Minsk en 1946. Su padre era ingeniero; su madre, profesora; criaban cerdos después del trabajo y solo volvían a casa para dormir. En un armario de madera guarda los álbumes de fotos de aquellos tiempos, en la pared frente a su cama cuelga el retrato de su heroína. «Mi babulia», dice en un susurro, como si pudiera tenderle la mano a la mujer que la cuidó después de la Segunda Guerra Mundial. «Sé tú misma -le decía siempre de pequeña-, lo demás vendrá solo».

Su abuela no se casó con el hombre que sus padres eligieron para ella y odiaba a Stalin tanto como a los zares. Nació a orillas del mar Negro, en la actual Ucrania. Durante el régimen zarista, los bielorrusos con estudios fueron enviados al exilio. Ella pertenecía a la tercera generación de la diáspora, no hablaba una palabra de bielorruso, pero obligó a su nieta a aprender el idioma. «Soy nacionalista», dice Nina. Y sonríe.

Nina lamenta la pérdida de un país en el que nunca llegó a vivir: la República Popular de Bielorrusia. Existió apenas nueve meses de 1918, entre la caída de los zares y su incorporación a la URSS. Aunque por poco tiempo, fue un país independiente. De aquella época es la bandera blanquirroja. Cuando ella tenía 45 años, la Unión Soviética colapsó y Bielorrusia declaró su independencia. Luego llegó Lukashenko y trajo de vuelta la bandera de los tiempos soviéticos, roja y verde, pero sin hoz ni martillo. Introdujo el ruso como segunda lengua y ahora presiona para que el bielorruso desaparezca de las escuelas.

El Estado quiso quitarle su casa y forzó una subasta. Nina se plantó con su bandera y nadie pujó. «No tengo miedo, no quieren que una anciana se les muera en la cárcel»

Nina confiesa que, a veces, piensa en cómo podría haber sido su vida si las cosas hubiesen salido de otra manera. En la escuela se le daba bien el ciclismo, el entrenador elogiaba su fuerza de voluntad, su constancia. Llegó a formar parte del equipo juvenil de la República Socialista Soviética de Bielorrusia, pero a los 19 años sufrió una grave caída y estuvo en coma. Nunca volvió a competir. Estudió Geología, buscó petróleo, se casó con su antiguo entrenador y tuvieron dos hijos. Su marido sufrió artrosis de espalda desde los 53 años. Ella lo cuidaba, también de su madre. Y se quedó embarazada por tercera vez. «Tienes que abortar», le dijo su marido. Lloró todo el camino hasta la clínica y el de vuelta a su casa.

Aquel día, como siempre, no pagó el billete del tranvía: no quiere darle ni un céntimo a Lukashenko. Ya le debe más de 14.000 euros por las manifestaciones de las últimas tres décadas. Nunca paga las multas, así que el Estado se queda con la mitad de su pensión. Recibe 200 rublos bielorrusos al mes, unos 65 euros. El Estado también intentó arrebatarle su dacha. Durante la subasta forzosa, Nina se plantó con su bandera ante el Consistorio de la ciudad. Nadie quiso pujar.

Algunos de sus vecinos tiran botellas vacías a su huerto. Son personas que le dicen que mejor haría encargándose de las malas hierbas. Pertenecen a una generación que creció y vivió bajo la Unión Soviética, orgullosas de tener cosmonautas, aunque no tuvieran papel higiénico, y que hoy se sienten agradecidas por las carreteras que construye Lukashenko. Estas personas le dan lástima a Nina. «Yo nunca fui soviética, no necesito un ‘padrecito’».

Entra en su casa y un ratón huye hacia el dormitorio. En el suelo hay periódicos con nombres como Libertad o Voluntad Popular, en cuyas portadas policías persiguen a manifestantes; parte del archivo de una lucha que se inició con una manifestación en 1988.

Ese año, en Kuropaty, cerca de Minsk, se encontraron fosas comunes de víctimas de Stalin; miles de cráneos con un agujero de bala. Nina se sumó a una vigilia y ese día respiró gas lacrimógeno por primera vez. Después protestó contra Chernóbil, el antiguo KGB, el nuevo KGB, la anexión de Crimea… Sigue yendo todas las semanas a Kuropaty. Cuando Lukashenko llegó al poder, en el lugar pusieron un restaurante. «No vayas más», le decía su marido.

El Sol se pone, Nina coge una bandera, la última que le queda, y se dirige a la iglesia. En la puerta hay velas, flores y fotos de víctimas del régimen. Desde el interior llegan los ecos de un padrenuestro, varias personas salen en procesión siguiendo un crucifijo. Una mujer le tiende su bebé: «¿Podría tocarlo, por favor?».

Nina Bahinskaja, una bisabuela contra la dictadura bielorrusa 3

Nina se ha convertido en un símbolo en su país y en una esperanza para el cambio. Los jóvenes la reconocen por las calles y le piden hacerse ‘selfies’ con ella. Foto: Getty Images .

Por la mañana, Nina abre los brazos en cruz y gira lentamente, es un ejercicio de los monjes tibetanos. Cuando acaba, se pone a pelar manzanas y, de repente, se queda paralizada: mirada vacía, labios torcidos, manos temblorosas. «No te preocupes -dice su hijo mientras lava una olla-. Pasa enseguida». Sufre estos ataques desde hace años. Se trata de una secuela tardía de su caída con la bicicleta. Su cerebro, de pronto, recibe menos oxígeno. A veces, despierta en el suelo.

En la otra habitación, su nieta Jana corta franjas de tela roja y blanca, suficiente para siete banderas. Tiene 23 años. Su hijo Liovushka tiene 4. Son personas de la edad de Jana las que están organizando las protestas. Han crecido con Lukashenko y ahora hackean la emisora de la Policía, atienden a los heridos, comparten sus puntos de encuentro y los recorridos de sus marchas en Telegram. Uno de los canales se llama @Nina_z_nami, ‘Nina está con nosotros’.

El día en el que la Unión Europea y Estados Unidos anuncian sus sanciones contra Bielorrusia, Nina está sentada junto a un presentador y habla con Svetlana Tijanóvskaya, que está en Vilna, la capital lituana. La conversación se retransmite en streaming por YouTube. Tijanóvskaya: «Sigo su lucha desde aquí». Nina: «No es una lucha, es una forma sana de vivir. Y se nota una alegría nueva, nunca vi nada parecido. ¡Ese mar de banderas! Ahora, la vida sí que resulta divertida».

La política se ríe, pero recupera la seriedad y dice que tiene miedo por su marido, preso, y por todos los que viven en Bielorrusia. «No tenga miedo -dice Nina-. Somos mayoría. Hace bueno y es tiempo de cosecha». Once días más tarde, Sveta lanza un ultimátum a Lukashenko. si no anuncia su dimisión, huelga general. Nina está haciendo mermelada de manzana. La guarda bajo su cama, en tarros de tres litros.

Foto apertura: en el pequeño huerto de su casa abundan las manzanas. Entre manifestación y manifestación, Bahinskaja elabora mermelada a raudales.

logos

Te puede interesar

Ucrania, la guerra olvidada

Nuevo XL Semanal
El nuevo XLSemanal

A partir de ahora consulta los nuevos contenidos en la web de tu periódico

Descúbrelos