Irán, Rusia, Emiratos Árabes, Turquía… están en guerra. Pero en lugar de sus propios soldados utilizan mercenarios extranjeros. Los captan en Siria y en otros estados fallidos. Una guerra barata sin testigos ni titulares incómodos. Bienvenidos a las trincheras del siglo XXI. Por Adam Asaad, Mirco Keilberth, Maximilian Popp y Christoph Reuter

Mohamed tenía 17 años cuando estalló la guerra en su país, Siria. Vivía en Homs e iba a estudiar Ingeniería. Adnan tenía 30 años y trabajaba en un hotel de la misma ciudad. Mohamed y Adnan lucharon en bandos opuestos durante la guerra civil siria. Mohamed lo hizo al servicio del dictador Bashar al-Asad, Adnan se sumó a los rebeldes. Adnan creía en la revolución, Mohamed en la estabilidad, pero los dos soñaban con un país unido y en paz.

Ahora, 9 años más tarde, vuelven a verse las caras desde lados distintos de la trinchera, pero no en Siria, sino a 2000 kilómetros de casa: en Libia. Y ambos se preguntan: «¿Cómo hemos llegado hasta aquí?».

En Libia luchan por el poder el primer ministro Fayez al Sarraj y el señor de la guerra Jalifa Hafter. A Sarraj lo apoya Turquía, mientras que a su rival lo respalda Rusia.

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Gracias a los mercenarios países como Turquía, Emiratos Árabes Unidos, Rusia o Irán llenan el vacío dejado por el creciente repliegue internacional de Estados Unidos.

Adnan se unió como mercenario a las milicias de Sarraj; Mohamed se sumó al Ejército Nacional Libio de Hafter. La historia de Mohamed y Adnan ilustra el trágico camino que ha tomado el conflicto sirio. Pero no solo eso, explica también cómo son las guerras en el siglo XXI.

Los gobiernos cada vez recurren menos a sus ciudadanos para sus operaciones militares, prefieren contratar a extranjeros. Países como Turquía, Emiratos Árabes Unidos, Rusia o Irán ignoran sin reparos las fronteras y la soberanía de otras naciones. Envían mercenarios a terceros países porque no les gustan sus gobiernos, porque quieren asegurarse el control de sus recursos naturales o porque sus rivales o enemigos también tienen grupos de mercenarios sobre el terreno. Estas potencias emergentes llenan así el vacío dejado por el creciente repliegue internacional de Estados Unidos.

Los mercenarios han existido siempre. Pero ahora tienen una dimensión nueva. Son miles, proceden del Chad, Afganistán, Irak… y a nadie le importa su destino

Es un tipo de guerra que sale barata. El riesgo es reducido y el gasto, bajo. Además, sus gobernantes no tienen que dar cuenta de las bajas ante su opinión pública. Los países donde actúan los mercenarios poco pueden hacer, ya que están en manos de sus protectores. Así se ha llegado a una situación en la que hay mercenarios luchando en multitud de conflictos: Siria, Yemen, Libia… Hombres como Mohamed o Adnan han pasado a ser piezas claves de la política mundial.

De prisionero a mercenario

Adnan estaba convencido de que podrían derribar a Bashar al-Asad cuando se unió a los rebeldes. Pero el régimen de Asad, con la ayuda de Rusia e Irán, fue arrinconándolos al noroeste del país, donde consiguieron resistir solo gracias al apoyo de Turquía.

Durante los últimos años, Adnan apenas luchó contra Asad, su unidad se dedicó a ayudar al Ejército del presidente turco Recep Tayyip Erdogan a expulsar a las milicias kurdas de las regiones fronterizas. «Dependemos de Erdogan -cuenta Adnan por teléfono-. Tenemos que luchar donde él nos diga».

Adnan no se sorprendió cuando, el pasado diciembre, un intermediario turco le confió una nueva tarea: reclutar hombres para la guerra en Libia. Ni siquiera sabía situar Libia en el mapa. Solo lo que le contaron los turcos: que había un Gobierno reconocido internacionalmente defendiéndose de un señor de la guerra que no era más que un «golpista y un terrorista».

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Mercenarios del Grupo Wagner. Esta empresa rusa ha enviado más de 2000 sirios a Libia para luchar contra el Gobierno apoyado por Turquía.

Con todo, el trabajo que le ofrecían resultaba seductor: por cada mes de lucha en el bando de Sarraj recibiría unos 2000 dólares, diez veces más que en Siria. A comienzos de enero, Adnan y treinta camaradas volaron a Libia en un aparato de una compañía turca. Por primera vez en su vida se subía a un avión.

Adnan y sus hombres se alojaron primero en pisos de Trípoli. Según cuenta, recibieron armas y entrenamiento a cargo del MIT, los servicios secretos turcos. Luego fueron enviados al frente.

Erdogan, presidente libio en la sombra

Turquía ha conseguido alterar el curso de la guerra civil libia mediante el empleo de drones y el despliegue de unos 7000 mercenarios sirios. El presidente Erdogan se ha convertido en el soberano en la sombra del país con las mayores reservas de petróleo de África.

A pesar de todo, Adnan se arrepiente de haber ido a Libia. Los combates son más violentos que en su país, dice. «Todos los días mandamos 100 hombres heridos a casa y aterrizan 300 nuevos». A diferencia de en Siria, aquí no le ve ningún sentido a lo que hace. «Luché contra el régimen sirio porque creía en un futuro para mis hijos. Y mirad dónde estoy ahora».

Los amigos en Siria lo acusan de abandonar la revolución por dinero. Pero ahora no podría marcharse, aunque quisiera. Los turcos solo permiten la evacuación de los heridos. Por eso cuenta que algunos camaradas se disparan adrede en la pierna. Otros optan por subirse a las embarcaciones que llevan refugiados a Europa desde las costas libias. Adnan dice que él también intentaría huir a Europa si sus hijos no estuvieran en Turquía. «No tengo más alternativa que seguir luchando».

Mohamed, el compatriota de Adnan, combate al otro lado del frente libio. Pero él también tiene la sensación de no ser dueño de su destino. Prácticamente no ha conocido otra cosa que la guerra. Era muy joven cuando se unió a una milicia que luchaba en el bando de Asad y que acabó incorporada a una unidad armada y controlada por Rusia, principal aliado de Bashar al-Asad. Desde entonces, las órdenes que sigue Mohamed llegan desde Moscú.

En enero, su comandante le preguntó si quería marcharse a la guerra de Libia con los rusos. Le darían 1000 dólares al mes, con un mes de vacaciones pagadas por trimestre.

Rusia no participa oficialmente en el conflicto libio, pero controla varias zonas del país a través de un contratista militar: el Grupo Wagner. Se trata de una empresa de seguridad privada rusa con contactos en el Kremlin y es, junto con Emiratos Árabes Unidos y Egipto, uno de los principales apoyos de Hafter en Libia. El presidente ruso, Vladímir Putin, considera a Hafter su hombre en el norte de África.

Los rusos han establecido oficinas de reclutamiento en Siria. Los intermediarios reciben 200 euros de comisión por cada mercenario

Intermediarios al servicio de los rusos, según cuenta Mohamed, han montado en las ciudades sirias oficinas de reclutamiento para la campaña en Libia, con el nombre de Al-Sajjad (‘El Cazador’). Por cada sirio que envían al norte de África reciben 200 euros de comisión. Después de años de guerra civil, con Siria reducida a escombros, a los jóvenes les resulta imposible encontrar un empleo. Mohamed se lo pensó, pero al final firmó en una de estas oficinas de reclutamiento un contrato escrito en árabe y ruso en el que se comprometía a luchar durante al menos tres meses en Libia, del lado de Hafter.

A continuación fue trasladado con otros 50 hombres -la mayoría, menores de 30 años- hasta la base rusa de Hmeimim, cerca de la ciudad costera siria de Latakia, donde recibieron formación militar durante dos semanas.

Los rusos facilitaron a sus nuevos mercenarios unos documentos en los cuales se indicaba. «amigos de Rusia» para que pudieran pasar los controles libios. Luego, los llevaron a Libia en un avión de la compañía privada siria Cham Wings. Una vez allí, Mohamed y sus camaradas recibieron el uniforme del Ejército de Hafter y quedaron a las órdenes de oficiales rusos pertenecientes al Grupo Wagner.

Según Naciones Unidas, en mayo había unos 2000 sirios en las filas de Hafter y el Grupo Wagner. También se cree que el régimen de Asad habría liberado a prisioneros de sus centros de reclusión para enviarlos a la guerra en Libia.

Mohamed duerme de día y combate de noche. Se siente mal. «Me pregunto qué hago aquí», dice. Ha oído que los turcos les pagan a sus mercenarios mucho más que los rusos. Está pensando en cambiar de bando. «En Siria luchaba por la victoria. Aquí lo hago por el dinero».

Soldados como Mohamed o Adnan, que venden sus servicios a países extranjeros, existen desde hace siglos. La guerra de los Treinta Años (1618-1648) se libró básicamente con mercenarios. Y en el siglo XX las potencias coloniales occidentales solían recurrir a voluntarios para sus campañas en África. Pero en los últimos años el uso de mercenarios ha adquirido una dimensión nueva.

Algunos mercenarios se disparan en su propia pierna para tratar de huir. Herido es la única manera de abandonar vivo el frente

Mientras en la guerra de Irak, iniciada en 2003, Estados Unidos y Gran Bretaña solo contrataban algunos servicios aislados a empresas privadas como Blackwater, los gobiernos actuales basan sus estrategias bélicas mayoritariamente en el uso de mercenarios. En muchos lugares de Libia, el número de locales que combaten es mínimo, la mayoría son sirios, sudaneses o chadianos.

La obra maestra de Irán

Ningún otro país ha perfeccionado esta guerra híbrida como lo ha hecho Irán. El general Qasem Soleimani, asesinado a principios de enero por Estados Unidos en Bagdad, fue el creador y luego virtuoso director de un gigantesco aparato que integra milicias de media docena de países.
En 1988, con la llegada de Suleimani al mando de la Fuerza Quds -brazo armado de la Guardia Revolucionaria Islámica-, Irán comenzó a extender su poder más allá de sus fronteras. Los iraníes abrieron escuelas y seminarios chiíes en Afganistán, Pakistán o Irak, reclutaron combatientes, formaron células, organizaron milicias bautizadas con nombres tomados de la historia antigua del islam.

 

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El general iraní Qasem Soleimani fue el gran impulsor de esta nueva guerra híbrida. Creó milicias con mercenarios de media docena de países.

El poder militar del aparato creado por Soleimani se puso de manifiesto en Siria. La dictadura de Bashar al-Asad estaba a punto de caer y su brutalidad cada vez empujaba a más personas a las filas de los rebeldes.

«El Ejército sirio no sirve para nada», le habría dicho Soleimani a un político iraquí. Para salvar a su aliado, envió a Siria primero a Hezbolá y más tarde a combatientes iraquíes, afganos y pakistaníes; en total, unos 50.000 hombres. A través de Irak llegaban las armas, municiones y suministros que mantuvieron a flote a Asad hasta que la aviación de Putin dio definitivamente la vuelta a la situación en 2015.

El aparato iraní de entrenamiento y despliegue de mercenarios ha crecido hasta convertirse en una estructura internacional capaz de movilizar en poco tiempo gran cantidad de fuerzas, que adoptan formas organizativas diferentes: a veces se trata de iraquíes comandados por libaneses o afganos a las órdenes de iraníes. Lo que no ha cambiado tras la muerte de Soleimani es que todos los hilos confluyen en Teherán.

El modelo de Soleimani ha creado escuela. La forma en la que Irán enviaba al frente a los grupos bajo sus órdenes, en combinaciones variables y adaptadas a las circunstancias, es la misma que ahora utilizan Turquía, Emiratos Árabes Unidos o Rusia para librar sus guerras, lo que complica aún más la finalización de los conflictos.

Duermen de día y combaten de noche. «Me pregunto qué hago aquí. En mi país luchaba por la victoria. Aquí lo hago por dinero»

Hacer concesiones no figura en los planes de estos aspirantes a superpotencias. Solo les vale la victoria, sobre todo frente a sus competidores internacionales. Esta indiferencia hacia los escenarios en los que se inmiscuyen no solo incrementa el número de muertos, sino que también puede hacer imposible la reconstrucción. Cualquier dictador o líder rebelde en apuros puede dirigirse cuando lo necesite a su potencia protectora y pedir más ataques aéreos, más granadas, más hombres.

El Gobierno libio mantiene en estos momentos a unos 400 mercenarios enemigos, procedentes en su mayoría de Sudán y el Chad, en una prisión de la ciudad portuaria de Misurata. Durante una visita a sus instalaciones de un periodista de la revista alemana Spiegel, uno de los internos se presentó como Mohamed Idriss. Venía de Sudán, asolada por una guerra civil que comenzó en 2003. Idriss luchaba contra el dictador Omar al-Bashir antes de unirse a las tropas del señor de la guerra libio Jalifa Hafter hace tres años por mediación de Emiratos Árabes Unidos. Idriss acabó ascendido a comandante y dirigiendo un grupo formado por 450 hombres. Asegura que era un trabajo bastante rentable. Idriss recibía entre 1000 y 3000 dólares de soldada al mes.

El comandante Idriss está convencido de que, más tarde o más temprano, lo soltarán. Dice que Emiratos Árabes Unidos le ha prometido interceder por él. ¿Y qué hará cuando salga? «Seguir combatiendo», asegura. En Libia, en Sudán, donde sea. Y al servicio de quien sea. Ya no se imaginaba otro futuro.

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Foto apertura: Este mercenario sirio, herido en un barrio de Trípoli -la capital libia-, es miembro de la Unidad Shelba, aliada de las fuerzas del Ejecutivo apoyadas por Turquía. El Gobierno turco ha enviado a Libia a más de 7000 combatientes a sueldo.

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