Miles de refugiados aguardan en Libia su oportunidad para lanzarse en un bote y llegar a Europa. La Unión Europea está decidida a impedírselo. El trabajo sucio se lo hace este hombre: el comandante Al Bija, un caudillo local que decide quién cruza el Mediterráneo y quién no… Hablamos con él. Por Michael Obert / Moises Saman (Magnum Photos / Contacto)

• Refugiados a la espera de un destino

Llevamos diez días recorriendo la costa libia, la frontera más peligrosa del mundo. Hasta un millón de refugiados y emigrantes se agolpan en estos momentos en Libia, el país de tránsito más importante en la ruta marítima entre África y Europa. Se cree que 300.000 de esas personas podrían alcanzar las costas europeas este año. Pero la Unión Europea está decidida a retenerlas en Libia. Los países miembros acordaron en la cumbre de Malta de este año que los guardacostas libios se encargaran de interceptar a los refugiados y de llevarlos a centros de acogida en tierra. Este servicio de guardacostas tiene su base al oeste de la capital, Trípoli. Su jefe: el comandante Al Bija, un temido señor de la guerra. Su equipo: una única embarcación y 37 hombres.

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En 2015, el comandante y un grupo de hombres echaron del puerto a una milicia rival. Tras un sangriento combate se hicieron con una patrullera armada con una ametralladora. Diseñaron su propio logotipo y se autobautizaron. Servicio de Guardacostas Libio de Zauiya

Al Bija, de 30 años, tiene una mano mutilada, le faltan dos dedos. «He tenido que matar a mucha gente», cuenta de sí mismo. Para unos, es un héroe; para otros, un asesino. Y para los líderes políticos de Europa, la única posibilidad de poner fin a los traficantes de personas en Libia.

El comandante controla desde hace dos años las aguas de Libia. Para ello cuenta con una patrullera y 37 hombres armados

«Nosotros somos lo único que hay», dice el comandante. Al Bija, pelo hacia atrás, barba cerrada, mirada penetrante, pistola metida en el cinturón, pantalones vaqueros. Mientras nos habla, Al Bija sostiene un cigarrillo entre el anular y el meñique de su mano mutilada, lo enciende con un mechero y da una profunda calada. Junto con él están varios de sus hombres armados con Kaláshnikov. «Somos la única vigilancia costera operativa en el oeste de Libia», concluye.

El comandante Al Bija controla desde hace dos años las aguas desde la frontera tunecina hasta Jansur, cerca de Trípoli. Es un territorio inmenso, y Al Bija solo cuenta con una embarcación -el Tileel, de 16 metros de eslora-, un par de lanchas rápidas y un puñado de hombres. «Nuestra misión es rescatar a los refugiados en el mar, localizar a los traficantes y, si es necesario, matarlos», dice.

Según sus propios cálculos, Al Bija y su gente han devuelto a Libia a más de 37.000 personas desde agosto de 2015. El Ministerio de Defensa libio confirma esta cifra.

¿Pero es el comandante Al Bija el aliado que busca Europa? ¿Es «uno de los buenos», como él mismo asegura? ¿O juega a dos bandas? Lo cierto es que Europa no dispone de otra alternativa. Seis años después de la muerte del dictador Gadafi, ya no queda prácticamente nadie en Libia que confíe en una transición a la democracia. El «Gobierno de Unidad Nacional», por el que pasan todos los planes de la Unión Europea, apenas ejerce control alguno. Hay unos 1700 grupos armados combatiendo entre sí. Milicias rivales se enfrentan por el control de ciudades, carreteras, refinerías, campos petrolíferos… y también por el multimillonario negocio que suponen los seres humanos que quieren cruzar el Mediterráneo y llegar a Europa.

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Este traficante resultó herido de gravedad durante un intercambio de disparos con la tripulación de la embarcación del comandante. Falleció pocas horas después de que se tomara esta foto. «Nuestra misión es rescatar refugiados, localizar a los traficantes y, si es necesario, matarlos», dice Al Bija

«La gente de la UE se queda sentada en sus elegantes despachos pensando soluciones geniales», dice el comandante Al Bija. Pero la costa occidental libia es «la madre de todos los clanes y tribus», en palabras de Al Bija: un mundo cerrado a los extraños, incluso a libios de otras regiones. «El que no ha nacido y crecido aquí no sobrevive».

Para poder liberar estas costas de los traficantes, hacen falta cientos de hombres bien adiestrados, dice Al Bija. Pero ¿quién se va a encargar de seleccionarlos? ¿El débil Gobierno de Trípoli? ¿La UE? «Yo -responde el comandante-. Conozco a los hombres adecuados».

Un hombre dedicado a la lucha

Al Bija nos resume su vida: en 2011, la revolución puso un abrupto final a sus estudios en la Academia Naval de Trípoli. Se unió a los rebeldes que se alzaron contra Gadafi, fue herido nueve veces, perdió dos dedos de la mano derecha por una granada. Desde entonces tuerce un poco la pierna izquierda al caminar y tiene la cadera desviada. Cuando cree que nadie lo ve, se toma un puñado de analgésicos.

En el verano de 2015, él y un grupo de hombres echaron del puerto a una milicia rival. Tras un sangriento combate construyeron lo que hoy es el puesto de mando y repararon el achacoso Tileel, una patrullera armada con una ametralladora. Luego diseñaron su propio emblema, se autobautizaron «Servicio de Guardacostas Libio de Zauiya» y se echaron al mar.

Su enemigo: los traficantes de seres humanos. La ONU habla de docenas de bandas organizadas. A los refugiados y emigrantes que no pueden reunir el dinero para la travesía los retienen, a menudo durante meses, en prisiones privadas, en las que se los golpea, viola, tortura y asesina.

¿Por qué arriesga su vida Al Bija? «Tengo buen corazón -dice, y se pone la mano sobre el pecho-. ¿Acaso puedo dejar que mis hermanos se ahoguen en el mar?».

¿Y de dónde sacan el dinero, de qué viven? Dice que él se dedica al comercio de caballos, y que sus camaradas trabajan en la construcción, son cerrajeros… «Parte de los ingresos se nos van en nuestras operaciones», asegura. Más tarde nos dirá que salen al mar unos 300 días al año. Si eso es así, ¿cómo se las apañan para dar de comer a sus familias? «Requisamos pesqueros ilegales de Egipto y Túnez, vendemos las capturas y nos quedamos con el barco hasta que pagan la multa».

Sin embargo, a lo que se dedican sobre todo es a combatir a los traficantes. ¿Por qué lo hacen? «Sus clanes ganan millones con el tráfico de personas, compran armas modernas, vehículos blindados… Si no entorpecemos su negocio, acabarán dominándonos, expulsándonos, matándonos».

«¡Nos violan!», susurra una mujer. «¡Ayudadnos!». El chándal que lleva está empapado en sangre hasta la rodilla

Aquí, en este mundo turbio de los señores de la guerra, las milicias y el tráfico de seres humanos, es donde Europa pretende poner en marcha una «gestión de fronteras» para contener la emigración que llega de África. Pero ¿un señor de la guerra como Al Bija es el socio ideal a sueldo de la UE?

Sobre Al Bija se vierten graves acusaciones. En su cuartel general, le leemos un artículo del 22 de febrero de 2017 publicado por TRT World, uno de los portales de noticias líderes en Turquía: «Al Bija es el pez gordo de la mafia de la vigilancia costera, que controla el lucrativo negocio del tráfico de personas en Zauiya y la región circundante. Todos los traficantes al oeste de Trípoli le pagan un porcentaje», afirma el artículo. A los que se niegan, el comandante los ataca con el Tileel.

Expertos en la materia, como la periodista italiana Nancy Porsia, están seguros: «Los guardacostas de la Marina libia participan en el tráfico de personas». El coronel Tarek Shanboor, a las órdenes del Ministerio del Interior del Gobierno de unidad en Trípoli, admite: «Tenemos traficantes en nuestras filas, es un problema real».

actualidad, cazador de refugiados, libia, xlsemanalEl refugiado Mohamed Moseray enseña una foto de sus amigos, a los que perdió en el Mediterráneo cuando se hundió el bote en el que viajaban. A los vivos, «nos dejan que nos pudramos aquí», dice Mohamed, que está recluido en el campo de Annasser

El comandante Al Bija reposa su mano mutilada sobre la mesa. «Mentiras -dice con calma amenazadora-. Mentiras vertidas por los propios traficantes». Si consiguen quitarles a ellos de en medio, argumenta, los criminales tendrán las manos libres para llevar a cabo sus asquerosos negocios.

A los africanos que viajan en los botes de los traficantes interceptados en el Mediterráneo, Al Bija y sus hombres los llevan a campamentos especiales gestionados por el Gobierno de unidad apoyado por la ONU. Es lo que la UE ha acordado.

En el campo de Surman, a media hora en coche al oeste de Zauiya, más de 200 mujeres -muchas de ellas, con bebés y niños- están acuclilladas en el suelo de una nave con rejas oxidadas en las ventanas. Mantienen la vista clavada en los pies. Nadie se atreve a moverse. No se oye ni un susurro.

Solo cuando el guardián -un hombre con uniforme de camuflaje, barba descuidada, ojos enrojecidos y olor a alcohol- sale un instante de la nave, una mujer joven reúne el valor suficiente para ponerse en pie y acercarse a hablar con nosotros. Es de Nigeria y lleva más de diez meses retenida en el campo de Surman, sin contacto con el mundo exterior, dice. Nadie sabe dónde se encuentra, seguramente su familia cree que está muerta.

Se arrodilla delante de nosotros, junta las manos temblorosas. «¡Nos violan!», susurra, y nos enseña los brazos. Los tiene cubiertos de cardenales, se aprecian perfectamente las marcas de los dedos. «¡Ayudadnos, por favor!». Se levanta el pañuelo. El chándal que lleva está empapado de sangre desde la entrepierna hasta la rodilla. ¿Quién lo ha hecho? «Todos ellos. Uno detrás de otro».

actualidad, cazador de refugiados, libia, xlsemanalA los africanos que intercepta Al Bija los llevan a campamentos especiales gestionados por el Gobierno. En Surman, las mujeres están a merced de sus guardianes. Mientras ellos estén presentes, apenas se atreven a hablar o a moverse

El guardián vuelve. La joven enmudece y nos lanza una mirada implorante. Nos invade una enorme sensación de impotencia. No podemos hacer nada por estas mujeres. Al contrario. una palabra en falso por nuestra parte y ellas lo pagarían, nos tememos. Quizá con la vida.
Afuera aguarda el coronel Ibrahim al Abdusalám, el director del campo de mujeres. Oficialmente, se encuentra a las órdenes del Ministerio del Interior; en realidad, el campo está bajo el control de la milicia local. «Mire lo quietas que están -dice, y se echa a reír-. Eso quiere decir que se sienten bien aquí, con nosotros».

¿Por qué las retienen durante meses en condiciones tan lamentables? «Europa no quiere a estas mujeres -dice con toda tranquilidad-, así que, bueno, las metemos aquí». Pero, añade, ya va siendo hora de que Europa aporte algo de dinero. «Para baños y duchas portátiles, toboganes y columpios, tampones, pañales, leche infantil…».

Poco a poco lo vamos entendiendo. cuantos más africanos tengan aquí hacinados, cuanto peor le vaya a esta pobre gente, más fuerte es la posición de las milicias de cara a las negociaciones con los países europeos. Hace tiempo que a Surman llegó la noticia de que Europa quiere encargar a Libia la protección de sus fronteras y que está dispuesta a invertir grandes cantidades.

¿Y los derechos humanos?

Las organizaciones humanitarias se oponen enérgicamente a este plan. «Mientras en Libia los refugiados y migrantes estén expuestos a cárcel, maltrato, secuestro o violación, muchos de ellos seguirán viendo la travesía del Mediterráneo como la única esperanza de huir de ese infierno -explica Markus Beeko, de Amnistía Internacional-. Si la UE quiere plantearse una posible colaboración con Libia, primero hay que poner fin a las graves vulneraciones de los derechos humanos de refugiados y migrantes».

«Nos dejan que nos pudramos aquí», nos susurra un hombre desde el interior de su celda en el campo de Annasser, instalado en una antigua planta de refinado en Zauiya. A través de la diminuta mirilla en la puerta de acero solo podemos percibir el blanco de sus ojos. Nos golpea un olor penetrante. Poco a poco empiezan a encenderse cerillas en el interior de la celda y en medio de la oscuridad vemos surgir rostros asustados y torsos desnudos, cubiertos con enfermedades cutáneas y heridas.

Muchos acusan al comandante de controlar el negocio del tráfico de personas. «Mentiras», se defiende con voz calmada

Los hombres, hacinados, están acuclillados en el suelo. Duermen sentados porque no hay sitio para tumbarse. Tampoco hay duchas ni retretes. Orinan en pequeñas botellas de agua bajo sus mantas y defecan en bolsas.

El hombre asomado a la mirilla de la celda se llama Mohamed Moseray, tiene 25 años, un estudiante de Informática de Sierra Leona. Todavía lleva el chándal rígido por la sal con el que hace cuatro semanas lo sacaron, medio ahogado, del Mediterráneo. Debajo de la tela, su piel está cubierta de quemaduras por el combustible vertido en el fondo del bote neumático. En Sierra Leona, cuenta, tuvo que abandonar sus estudios porque no encontraba un trabajo para ayudar a su familia. Simplemente, no veía perspectivas de futuro. «Mi objetivo es licenciarme en la universidad», dice Moseray, y empieza a temblar antes de echarse a llorar. Se rehace. «Por eso quiero ir a Italia, y luego a Canadá». Allí, dice, el Estado le financiará los estudios.
Tras una odisea de cinco años por África occidental y el Sáhara, cuenta Moseray, por fin un buen día los traficantes echaron al agua el bote neumático que debía llevarlo a Italia. Era la medianoche del pasado 19 de marzo. Los traficantes amontonaron a 150 personas en la embarcación. «Si no te subías, te disparaban». No estuvieron ni dos horas a flote. lo que tardó el bote en zozobrar.

«Gritos, rezos, gente por todas partes, en el agua, mujeres embarazadas, bebés… ¡No sabían nadar!». Hace el recuento de sus amigos. «Mohamed Focus Diallo. ahogado; Amadou Melodiba: ahogado; Mohamed Bah: ahogado». Uno tras otro, los vio desaparecer bajo las aguas.

Mohamed Moseray no sabe muy bien qué pasó después. Solo recuerda que un barco se acercó a ellos. Tampoco ha olvidado la mano que le tendió su salvador. «Era una garra
-dice Mohamed Moseray-, le faltaban un par de dedos».
Son las diez de la noche y subimos a bordo del Tileel con una docena de hombres armados vestidos de camuflaje. El comandante Al Bija ha recibido un soplo. el mar está agitado, pero los traficantes han hecho zarpar un bote hinchable lleno de refugiados con dirección a Europa.

Los hombres introducen las balas en los cargadores de sus Kaláshnikov, colocan los lanzagranadas en posición y meten una cinta de proyectiles en la ametralladora de proa. Para ellos, rescatar es combatir. Cada vez más bandas de traficantes cuentan con escoltas armadas para proteger sus cargamentos humanos.

En estos momentos, la travesía a Italia cuesta hasta 2500 dólares por persona. Si multiplicamos esta cifra por las 181.000 personas que el año pasado cruzaron el Mediterráneo hasta Italia, de las que unas 5000 murieron ahogadas, los traficantes libios ingresaron en torno a los 450 millones de dólares. Y eso solo en 2016.

Aunque el pasaje se paga antes de salir, perder el cargamento a manos del Tileel es un contratiempo en un sector marcado por una fuerte competencia. Los refugiados interceptados en el mar y devueltos a Libia desaconsejan recurrir a los mismos traficantes que usaron ellos, y lo hacen a través de las amplias redes de contactos que se extienden por las rutas migratorias africanas. Para los traficantes, que sus clientes se ahoguen y desaparezcan es un mal menor.

Con las luces apagadas, como un fantasma, el Tileel abandona el puerto de Zauiya y cabecea en medio de las olas que van cobrando altura. Las ráfagas de viento silban en la cabina de mando. «Si no los encontramos, morirán», dice el comandante Al Bija, sujetando el timón.

En Libia, donde todo gira en torno a la supervivencia, nadie juega con las cartas sobre la mesa. Sea cual sea la agenda oculta de Al Bija, ahora, a bordo del Tileel, intuimos que nosotros formamos parte de ella. Que nos está usando. ¿Quiere aparecer como un socio digno para Europa en el reportaje que escribiremos sobre él a la vuelta? ¿Quiere demostrar que puede hacerse cargo de la tarea?

Intereses comunes

Al Bija cuenta que su acuerdo con la UE va viento en popa. Poco antes de nuestra llegada se reunió en Trípoli con diplomáticos británicos. ¿Qué temas se tratan en esas negociaciones? «¡Secreto!», dice, pero acaba revelándonos una de sus exigencias: «Seguros de vida y médicos para mí y mis hombres. Y visados para dos semanas de vacaciones en Europa, para descansar».

Rumbo norte-noroeste, 18 nudos. Las luces de la costa han quedado atrás; la luna brilla sobre unas aguas oscuras como la pez. En ese momento, algo parpadea en la pantalla del radar. Tensos, los hombres de la tripulación se arremolinan en torno a Al Bija. Las ventanas de la cabina se empañan por el efecto de tantas respiraciones aceleradas. Los hombres tocan con el dedo la pantalla del radar, como si pudieran percibir a través del cristal qué es lo que nos aguarda. Navegamos durante media hora en dirección a la señal del radar. La cámara de rayos infrarrojos capta algo a 400 metros de distancia. Es una embarcación. Al Bija estudia la silueta en el monitor. «¡Es un bote hinchable!», dice por fin con tono de triunfo.

El comandante Al Bija abandona a los refugiados, que quedan flotando a la deriva, en la oscuridad

Los pilares sobre los que descansa el acuerdo de la UE se tambalean. El presunto servicio de guardacostas libio está en manos de unos actores bastante dudosos. Los campos de acogida seguros son de momento naves industriales gestionadas por las milicias y donde se hacina multitud de personas desamparadas, un recurso más del que sacar partido en la guerra por hacerse con Libia… y con los millones de la UE.

«No hay soluciones rápidas -dicen desde la ONU-. Tenemos que hacer todo lo posible por estabilizar el país». Una vez conseguido, la gente, en vez de subirse a un bote, preferirá quedarse en un país rico en petróleo para trabajar, como ocurría antes, en tiempos de Gadafi. Y los traficantes de seres humanos verían escasear su mercancía.

A las 150 personas que abarrotan el bote neumático y tratan de resistir los embates de las olas, las soluciones a largo plazo no les sirven de mucho. El Tileel ya casi ha llegado a su altura cuando la lancha surge de entre las sombras, los traficantes abren fuego contra nosotros y nos ponemos a cubierto tirándonos al suelo.

El comandante Al Bija corre por la cubierta, devuelve los disparos, saca a un herido de la línea de fuego, se arrastra hasta llegar a nosotros. Nos sacude los hombros con su mano mutilada. ¿Seguimos vivos? Lo dice como si el éxito de su misión dependiera de ello.

De repente se hace el silencio. Alzamos la cabeza con precaución. Al Bija y sus hombres utilizan un gancho para acercar la lancha rápida al costado del Tileel. Tres traficantes yacen en el fondo de la embarcación, dos de ellos gravemente heridos.

«¿Nos creéis ahora? -nos grita el comandante-. ¿Os habéis convencido ya de que no estamos con ellos?». De lo que nos hemos convencido es de que, para demostrar que puede ser el socio que busca Europa, no solo ha puesto en peligro su vida y la de sus hombres, sino también la nuestra. Y la de las personas amontonadas en el bote hinchable.

Los refugiados se quedan inmóviles como estatuas mientras los iluminamos con nuestras linternas. Ninguno parece herido. Las mujeres rezan. Los niños lloran y hunden las caras en los abrigos de sus madres. Arrastrarlos de vuelta al puerto llevaría horas. Y los traficantes han alertado a su base usando un teléfono por satélite. El Tileel no tendría nada que hacer contra toda una flotilla de lanchas rápidas.

«Demasiado arriesgado», dice Al Bija, y empuja el bote con el pie, alejándolo. El agua les llega ya hasta la pantorrilla. ¿Por qué no sube a bordo a unos cuantos? ¿Aunque sea a los niños? En vez de responder, el comandante Al Bija da la vuelta y regresa a tierra a toda máquina. Las personas a bordo del bote hinchable se quedan flotando a la deriva y desaparecen en la oscuridad.

¿Héroe o asesino?

LIBYA. Zawiyah. April 5, 2017. Abdulrahman Al-Bija, a former revolutionary fighter and now a Libyan Coast Guard commander in Zawiyah, rides his horse in a farm on the outskirts of Zawiyah.

El comandante Al Bija perdió dos dedos de la mano derecha en un ataque con granadas. Según sus propios cálculos, él y su gente ya han devuelto a Libia más de 37.000 personas. «Nosotros somos lo único que hay -afirma-. La única vigilancia costera». Al Bija también se dedica a la cría de caballos. ¿Cuánto puede costar su semental Jordan? «Cincuenta mil dólares», dice.

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