Matarile-rile-rile

Recurro una vez más al Titanic en nuestra cita quincenal porque, como a la Historia le gustan tanto las coincidencias y los ritornelos, su naufragio -hace ahora cien años- parece un símil ideal de muchas cosas que están pasando. Ya en su momento, aquel siniestro se interpretó como metáfora del fin de una era, la de un segundo Ancien Régime. Así, el modo en que se impidió a los pasajeros de segunda y de tercera clase acceder a los botes salvavidas, por ejemplo, o la forma en la que algunos ricachones se jugaron -y perdieron- la vida por salvar sus joyas están considerados todo un símbolo. Un síntoma de lo que acontecía en la sociedad de aquella época y el preludio de la lucha de clases que culminaría, años más tarde, en la revolución bolchevique. Curiosamente, a dicha revolución -o naufragio- se deben muchos de los avances sociales y laborales de los que hemos disfrutado en los países avanzados hasta este momento. No porque triunfaran allí las tesis de Marx y sus muchachos, sino, precisamente, por miedo a que llegaran a hacerlo. De este modo, para alejar el fantasma del comunismo, las sociedades capitalistas favorecieron el derecho de huelga, jornadas laborales más reducidas y muchos otros avances sociales. Avances, por cierto, que ahora se ven amenazados por este trágico naufragio actual llamado ‘crisis’. Y en el hundimiento del Titanic existe otra metáfora que siempre se ha considerado muy bella, pero que, según se mire, es tan trágica como sintomática. Hablo del bien conocido hecho de que la orquesta continuara ‘amenizando’ a los pasajeros hasta tener el agua al cuello. No sé por qué pero a mí esa escena me recuerda mucho a todos nosotros. Y más concretamente a aquellos que se evaden de la dura realidad admirando a ciertos personajes de primera clase del Titanic que se han colado en nuestras vidas. Millonarias imbéciles como Paris Hilton que ganan un pastón solo por prestar su nombre a un pachulí; memas como Victoria Beckham que, haciendo equilibrios sobre unos taconazos de veinte centímetros, salen a gastarse la hijuela con su niñita de meses en brazos; o jóvenes ociosos como los niños Casiraghi que, para hacerse perdonar su vida inane, de vez en cuando se fotografían con los negritos de África poniendo cara de ‘solidarios’. Y mientras tanto nosotros, los músicos del Titanic, aquí estamos, bailándoles el agua y tocando el violón, admirando a estos ricos que son cada vez más ricos y que cada día hacen más alarde de ello. Porque no deja de ser sintomático que, con la que está cayendo, el sector del lujo, por ejemplo, se haya incrementado en este país un veinticinco por ciento sin que a nadie le llame la atención y que, cuando le preguntan a los niños qué quieren ser de mayores, digan que famosos . A mí lo que me parece más grave de esta crisis es eso. la santificación o al menos la resignación ante ciertas conductas. No solo ante las de los financieros y los depredadores causantes de la crisis que siguen cobrando sus sueldazos como si nada. También ante las de los que encarnan lo más imbécil del sistema capitalista y a los que, para colmo, hemos convertido en iconos. Terrible palabra, por cierto, que entraña una inquietante admiración o, peor aún, idolatría. Y es que el peligro de ser comparsas de estos individuos, tocarles el violín, la lira y hasta la balalaica, es exactamente el mismo que el de pertenecer a la orquesta del Titanic. jalearlos tan contentos mientras el barco se hunde. A sabiendas, además (porque para eso debería servir la Historia, para que uno intente no cometer los mismos estúpidos errores), de que el actual protocolo de salvamento no va a ser muy distinto del de aquella ya lejana noche del 14 de abril de 1912. Dicho en román paladino, ellos una vez más tendrán prioridad para acceder a los botes salvavidas y el resto, al mar. Matarile-rile-ron.

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