La década perdida

NEUTRAL CORNER

En muchos sentidos, el novelista que uno querría haber sido se llama Budd Schulberg. Su nombre no suena a todo el mundo, tal vez porque buena parte de su carrera transcurrió en los galpones de Hollywood donde los guionistas eran absorbidos como en una cadena de montaje de las ideas. A ello atribuyo que sea tan difícil encontrar obras suyas tan importantes como Más dura será la caída, de la cual apenas existe una pésima traducción antigua en la que encima al editor le pareció adecuado amputar cuarenta o cincuenta páginas para hacer que el volumen pesara menos a los lectores de vagón de Metro. Se ve que, en la época de la que hablamos, las urbanísticas no eran las únicas tropelías del feísmo cometidas en España.

Una de mis editoriales favoritas, Acantilado, que si por algo se ha caracterizado es por redescubrir joyas extraviadas, publicó hace poco El desencantado. Es una novela con la cual Schulberg nos saca un poco de su atmósfera favorita, la de los gangsters y los boxeadores, para explorar otro ámbito que estuvo entre sus obsesiones: Hollywood, lo que se dio en llamar la Edad Dorada de Hollywood, y que en realidad escondía monstruos debajo de la epidermis. El Hollywood de los grandes productores tiránicos, de los actores fracasados, de los escritores humillados, de los peajes sexuales y de los trajes cuya única descripción válida era el precio.

El libro de Schulberg es apasionante porque parte de una relación auténtica que él mantuvo, en la época final del novelista, con Francis Scott Fitzgerald, disfrazado en la obra bajo la máscara de Mannie Halliday. En aquel Hollywood anterior a la Segunda Guerra Mundial, a los productores les gustaba contratar como guionistas a inmensos autores de la literatura. Hasta William Faulkner, tan improbable lejos del óxido de los sables de su Sur extinguido, terminó aporreando máquinas de escribir, vestido con un pantalón corto, en balcones que daban al Pacífico. Para los productores, era una forma de comprar coartadas literarias e incluso de exhibir en sus fiestas, como si se tratara de animales cautivos destinados al divertimento, a los adustos próceres de las letras. Para los escritores, era un modo de ganar dinero, de levantar un dinero rápido y cuantioso, inimaginable en el laborioso proceso de la novela.

Pero se mortificaban porque sentían haberse prostituido, de forma que el propio Schulberg cuenta que ahí nació un género de la alta literatura: el odio a Hollywood, el antagonismo entre Hollywood y la Cultura Verdadera, que todavía gravita sobre muchas de las películas de Woody Allen y de su Broadway.

Así era el Scott Fitzgerald que Schulberg conoció poco antes de que lo matara un infarto: una vieja gloria de las letras con traje desfasado y acuciado por las deudas, un cuarentón alcohólico que emergía espectral de una década entera dedicada al trago y a la fiesta, dedicada a ser guapo y simpático junto con su mujer Zelda, junto con otros creadores desarraigados que más tarde compondrían en los tratados la alineación de la Generación Perdida. La nostalgia espesa por ello el libro entero.

Abundan los recuerdos de aquellas errancias europeas que traen el sabor de la Fiesta de Hemingway, incluida la escena en la que él y Scott Fitzgerald bajan a un cuarto de baño porque a Scott Fitzgerald le preocupa tener el pene pequeño y necesita una opinión. Mientras Hitler se propaga como una infección y el mundo fluye hacia otra gran guerra que dará una oportunidad a otra generación de narradores que terminará de matar a la que emergió de la Gran Guerra, Scott Fitzgerald/Halliday, inminente la muerte, recorre los escenarios de la década que añora, y cuya principal añoranza es de sí mismo. Pero los bares cerraron. Los amigos murieron. Las mujeres amadas, las que deslumbraban en las fiestas, son ahora amargadas envejecidas que lo venderían todo al diablo con tal de volver a estar en aquel París durante cinco minutos. Disfruten de su década antes de que sea tarde

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