Amor fraternal

NEUTRAL CORNER

Este artículo lo escribo con bastante antelación. Cuando ustedes lo lean, a lo mejor resulta normal que en las calles de su ciudad haya decoración navideña. Pero les aseguro que, cuando lo escribo, es francamente prematura. Y sin embargo está ya, de forma que los angelitos del portal de belén se me han mezclado en la retina con los últimos zombis rezagados de Halloween. Eso sí que es sincretismo: un niño zombi en el pesebre.

Para nosotros los misántropos, odiadores de todo lo que lleve azúcar o bondad, es una circunstancia extenuante. Antes sólo se nos exigía fingir amor fraternal durante un par de semanas al año. Era un tiempo razonable durante el cual hasta uno mismo podía aceptar los buenos deseos del prójimo sin mandarlo a la mierda ni gritarle: «¡Calla, tío cursi, so hipócrita, los dos sabemos que me comerías para sobrevivir si nos cayéramos con un avión en Los Andes, los dos sabemos que sólo el miedo a la Policía impide que la condición humana nos haga aniquilarnos los unos a los otros!». La gente pone una cara curiosa cuando le dices esto en el ascensor después de que te haya deseado felices fiestas por mera costumbre. Prueben. Esas dos semanitas hasta servían para expiar los once meses anteriores de ser un borde vocacional, como en un spa de la conciencia. Pero ese esfuerzo no lo puedo hacer durante dos meses y medio. La decoración navideña, como en un reflejo de Pavlov, me obliga a ser amable y considerado, a ir todo el día con una sonrisa puesta porque ha nacido nuestro Señor. Y en realidad voy acumulando rabia y, en llegando al puente de la Constitución, estoy como para arrear una patada en los testículos al primero que me venga con una zambomba a desearme felicidad. Me siento como aquel personaje de Aterriza como puedas que atravesaba el vestíbulo de un aeropuerto golpeando harekrishnas.

La paternidad encima me ha obligado a vivir la Navidad cuando creía que ya jamás tendría que usar un abeto salvo para ahorcar hámsteres o algo así. Ahora en casa hay decoración y una atmósfera entrañable, lucecitas que parpadean, calendarios de Adviento con sus chocolatitos dentro, listas de peticiones a los Reyes en las que los muy cabritos me meten cosas caras porque creen que no las traerá mi salario, sino la magia. Estoy deseando que se desengañen. A veces les pregunto si de verdad les parece verosímil que un camello con un tío barbudo subido encima haya entrado por la ventana de nuestro tercer piso para mordisquear una hojita de lechuga o un mazapán. «Sí, claro», dicen: la magia. Tengo un plan. localizar en el colegio a un niño algo mayor que acepte diez euros por acercarse a mis hijos en el patio para desvelarles cuál es la verdadera identidad de los Reyes Magos.

Nunca olvidaré, en ese sentido, lo orgulloso que me sentí de un ahijado mío que ahora es un veinteañero. Cuando tenía nueve, coincidiendo con mi ciclo existencial más crápula, me tocó llevarlo a la cabalgata de Madrid con una supuesta ilusión por el avistamiento de los Reyes y de sus pajes. Y dispuesto a atrapar en el aire los caramelos que éstos arrojaran. Caminábamos por Goya, a la altura de Felipe II, rodeados por familias felices que llevaban banquetas y escaleritas. Amor fraternal. Qué noche mágica. Uyuyuy, acuérdate de dejarle un dedo de champán a Baltasar (que a estas alturas ya debe de ser alcohólico, tanto dedito en tanto hogar). Cuando pasábamos por delante de la mítica cervecería de la Cruz Blanca, en la ochava de Goya y Alcalá, mi ahijado me paró y me dijo: «Mira, padrino. Yo en estas chorradas de los Reyes ya no creo. Estoy fingiendo por ti. ¿Por qué no me invitas mejor a unos percebes?». ¡A mis brazos, sangre de mi sangre! ¡Cuánta madurez y sabiduría en un cuerpo tan chiquito! Minutos después, mientras unos pobres padres obligados por la magia intentaban atrapar caramelos aplastados en una muchedumbre claustrofóbica, mi ahijado metía uña a unos percebes con una sola mano. Creo que fue la mejor Navidad de mi vida.

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