Inolvidable César Alonso de los Ríos

Arenas movedizas

Tenía un indudable porte cinematográfico. Y una voz de alta interpretación. Gastaba un castellano sencillo y robusto, una buena memoria política de la España que amaba y una rotunda fidelidad a la nación que tanto describió en sus escritos. César Alonso de los Ríos, recién marchado a otros menesteres allá donde la materia es memoria, dejó escrita buena parte de los pasajes más sinceros y brillantes del nonato examen de conciencia que la izquierda debió de realizar acerca de su relación enfermiza con la nación española. Digamos que esa fue su obsesión en los últimos años de su vida recién extinguida. Periodista de corte nítidamente ‘noventa y ocho’, con herencia no disimulada de trazas de Delibes, César ocupó los últimos veinte años de su vida a desmontar altares falsos en los diversos libros que iba publicando. Comenzó con Tierno Galván, al que le deshizo la imagen idílica y rural de su infancia soriana –y otras imposturas– y demolió su aura de alcalde popular y algo populachero; continuó poco después con la Generación del 36, esa que, decía, «gozó de una vida larga y regalada», formada por intelectuales varios nacidos en torno a 1910 y concernidos por los hechos vitales del 36, comprometidos en una misma evolución frente a la dictadura después de la Guerra Mundial. Los Laín, Ridruejo, Tovar, Aranguren, Torrente Ballester, Areilza, Ruiz Giménez jamás llegaron a arrepentirse de su adhesión al Levantamiento del 18 de julio, y César lo recordó en un necesario libro titulado Yo tenía un camarada. La izquierda a la que siempre perteneció, una izquierda ilustrada como pocas, lo expulsó de su seno por acciones como las narradas y como las que llegaron desde sus imprescindibles libros dedicados a censurar el inexplicable camino trazado para desligarse del concepto de nación española. No se lo perdonó y toda la izquierda oficial trató de marginarlo. César afirmaba sin recato que la izquierda española estaba ridículamente empeñada en una inexplicable disolución nacional: lo hizo a mi entender en dos libros inevitables en este par de décadas pasadas: Yo digo España (brillante recolección de artículos) y La izquierda y la nación. De alguna manera, también Si España cae, pero especialmente los dos anteriores. Alonso explicaba un hecho que la inmensa mayoría de la gente no quería aceptar y que iba a ser corroborado por la experiencia posterior de forma abrumadora: el antiespañolismo de la izquierda, su obsesión por identificar España y reacción, España y autoritarismo, España y antiilustración, España y antieuropeísmo. La periferia y los nacionalismos representarían la contrafigura histórica de España y cambiarían las reglas del juego democrático: afirmación de un Estado plurinacional, arrinconamiento del castellano allá donde otra lengua pudiera acorralarlo, y configuración del partido como única patria. Sostenía que del franquismo salió muy tocada la conciencia nacional: la propia palabra ‘España’ y los símbolos nacionales resultaban odiosos a la gente de izquierdas; se sentó a España en el banquillo popular y anónimo y ahí sigue; y, por supuesto, se sustituyó el nombre por el de Estado español. De ahí arrancó un artículo suyo en La calle –más o menos heredera de Triunfo–, titulado Yo digo España, en el que afirmaba que él seguiría nombrando a España como la nombró siempre, cosa que compañeros de generación no hacían.

Este gran heterodoxo del periodismo español, prieto de amor insobornable por su patria, estaba muy lejos de ser el «español sin ganas» de Luis Cernuda. Lamentó siempre la desnacionalización que se produjo en la Transición y que supuso el mayor debilitamiento del Estado en los últimos siglos, en la medida de que para él la nación era la sangre del Estado y la razón de ser de la solidaridad de los ciudadanos. Este hombre libre, que se permitió ser rígido en algunos conceptos imprescindibles, se ganó la desidia de los que fueron suyos al asegurar que la posición de la izquierda siempre fue caprichosa: la nación es ociosa o admirable según se trate de la española o de las ‘otras’. Simplemente, el Mal reside en España.

Me gustaba echarle el teléfono siempre que pasaba caminando por su Tierra de Campos, ese largo paisaje de cereal que tan libre me hace sentir. Este año lo volveré a hacer, pero con un libro suyo debajo del brazo, y con el recuerdo emocionado por un hombre de intelecto magistral y relato prodigioso. Gracias por todo lo enseñado, inolvidable César.

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