Coti Sorokin, en el Colón de Buenos Aires

Arenas movedizas

Me he declarado seguidor de Coti Sorokin desde que lo conocí a través de un disco en el que se dedicó a cantar piezas que había compuesto él, pero que habían cantado otros y que yo no había conocido ni por otros ni por él. Creo que era el año 2005. La cosa se llamaba Esta mañana y otros cuentos. Hacía algunos años que me preguntaba qué especie de fenómeno creativo se daba en la fascinante República Argentina para ir escupiendo tipos de talento uno detrás de otro sin apenas periodos muertos. No era necesario dar demasiadas vueltas al misterio: Argentina ha brindado artistas descomunales en diversos órdenes relacionados con las Bellas Artes –como los han podido brindar México o Cuba–, y no es de extrañar que en el rock y en otros estilos hayan aportado a la música en español auténticas referencias. Al Río de la Plata llegó en los cincuenta, como llegó a España, el rock norteamericano y, como en nuestro país, cientos de jóvenes se lanzaron a reproducir ese fenómeno contagioso y apasionante con una curiosidad: no se limitaban a versionar los éxitos meramente estadounidenses, sino que elaboraban material propio, en español y rabiosamente original. Aquellos grupos históricos –conozco pocos, pero no se me escapan Los Gatos, Almendra o Manal, que era un espectacular trío generador del blues más homologable– marcaron el camino en los años sesenta y setenta. Fundamentalmente, los argentinos que se han asomado a un escenario con una guitarra colgada por los hombros han tenido dos referencias, y que me perdonen aquellos a los que no cite: Charly García (Sui Géneris) y Luis Alberto Spinetta (Almendra). García, felizmente vivo, ha sido todo lo que se puede ser en la industria y la creación del disco, y Spinetta, lamentablemente fallecido, fue un icono lírico, complejo y brillante del que han bebido muchos artistas que hoy conocemos. Busquen en la música de Fito Páez, de Abel Pintos, de Facundo Soto, de Andrés Calamaro –artistas todos descomunales– las influencias de estos dos fenómenos. También en la de Coti. También en las de Rot y Stivel, aquellos dos revolucionarios argentinos que vinieron a alegrar la España de los setenta mediante la creación de Tequila, la banda parecida a unos Rolling Stones en chiquitito que aún nos hacen bailar.

La dictadura de los militares argentinos prohibió, cuando las Malvinas, la música en inglés en las radios: supuso indirectamente un empujón a las bandas que cantaban en español, que en Argentina eran todas o casi todas. Surgió un rock subversivo y se exiliaron no pocos artistas. Además de los fundadores de Tequila, por España cayeron Moris, Roque Narvaja y otros, que fueron un regalo, como lo habían sido cantantes y artistas de otros órdenes que habían llegado décadas atrás. España y Argentina han sabido intercambiarse con agrado y normalidad a sus nacionales, y uno de ellos es este Coti Sorokin, magnífico relator de historias que jalona sus últimos años con éxitos conocidos por todos. Coti decidió, no sin riesgo, encerrarse en el Teatro Colón de Buenos Aires, que es como si aquí se encerrase en el Real o en el Liceo, rodeado de poderosa orquesta, de su banda de siempre y de sus amigos –algunos anteriormente mentados–, para repasar buena parte de su repertorio en clave casi sinfónica. Es un riesgo, claro; siempre algo puede salir mal y tú quieres grabar ese concierto sabiendo que aquello que no funcione no lo vas a poder arreglar. No sólo nada salió mal, sino que surgió un disco –los antiguos siempre diremos un elepé– colosal, conmovedor, bellísimo, que hoy se puede escuchar en las plataformas dichosas o comprar en alguna tienda que quede suelta o adquirirlo en los conciertos que Coti está dando por España un día tras otro. Una tarde como la del pasado viernes, en la feliz venida de la primavera, acontecida al compás de la grandeza argentina de músicos prodigiosos protagonistas de este disco, resultó un bálsamo inolvidable. Enhorabuena a los promotores, al creador y a los buscadores de tesoros que saben dar con piezas como esta.

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