Fisuras en el cuento feliz

Artículos de ocasión

La dictadura de la comodidad es incruenta. No hace presos ni ejecuta a opositores. Es gozosa y puede regirse desde el sofá de casa, con el mando de la tele en una mano y el móvil en la otra. Pero nos convierte a todos en culpables. La muerte de un joven nepalí en su bicicleta de reparto en una noche de fin de semana barcelonesa ha traído como consecuencia una revuelta de los empleados de Glovo. A nosotros nos da igual la marca, somos agentes pasivos que recibimos la mercancía en casa con apabullante comodidad. Lo que hay detrás del asunto nos importa tan poco como el taller y los sueldos de quienes cosen la camiseta que llevas puesta. No podemos estar en todo. Cuando requieres un producto de inmediato en tu casa, pagas por la deferencia de la entrega. Y lo que causa ese gesto exigente no tiene relevancia para ti. Ahora han pasado unas elecciones locales donde aparentemente se resuelven ciertas cuestiones estéticas sobre la moral que rige en la ciudad. Pero es bastante falso. El modelo de ciudad suele ser una consecuencia de nuestra forma de gastar y de ganar dinero.

Supimos, tras algunas pesquisas alrededor de la muerte del repartidor, que ni tan siquiera trabajaba bajo su propio perfil. Es habitual que los entregadores de compra virtual se arracimen para cumplir las horas de labor, la disposición que se les exige y la rapidez de reparto. Si a eso le añades el tener una población flotante de personas sin papeles cada día más amplia, no es raro que bajo un perfil legalizado trabajen dos, tres o cuatro individuos distintos. Hemos venido en llamar el fenómeno ‘la uberización del empleo’. Se trata de una precariedad asumida por las condiciones sociales de alto desempleo. No es raro escuchar a voces autorizadas decir que no es conveniente llamar ‘trabajo basura’ al trabajo basura porque hay mucha gente que lo necesita para vivir. Esta falacia es tan grosera como impedir que se llame contenedor de basura a un ‘contenedor de basura’ porque hay personas en las grandes ciudades que encuentran allí su alimento diario. ¿Qué lo vamos a llamar: restaurante barato? En esas estamos aún, en la torsión del lenguaje para que la realidad no parezca tan asquerosa como realmente es.

Detrás de la decadencia del pequeño productor y el pequeño comerciante hay un paradisiaco mundo de oportunidades para la explotación. Si las grandes plataformas dominan los negocios, la ruta de los entregadores a domicilio se amplía. Ya tienen que servir en las cinco esquinas del país. No se sabe si les dan las piernas para tanto. Pero seguimos tranquilos, no va con nosotros. Al parecer, algunos aún creen que su hijo universitario se librará de estas condiciones laborales porque pertenece a una élite llamada antes ‘clase media’. Sucede algo similar con las plataformas televisivas, que son el Nespresso del audiovisual. Te conceden libertad para solo consumir el café de sus cápsulas, plena libertad para solo ver las películas y series que ellos te empaquetan. ¿Y la libertad de verdad?, se preguntará algún iluso con aún algún atisbo de espíritu crítico.

Es cierto que en las reclamaciones fascistas que hoy día llenan Europa se percibe una nostalgia imperial. Claro, todos ellos apelan a los tiempos donde éramos patricios y podíamos ignorar a los miles de esclavos que nos rodeaban. Ese es el esplendor que quieren recuperar. Hay que felicitarlos por haber engañado a tanta gente con esa visión parcial. Lo que muchos no llegan a ver es que no hay razón por la que tú tengas que pertenecer a los patricios habiendo porcentualmente tantos esclavos. Si volvieras al imperio, quizá te tocaría el mismo papel que a tus antecesores, que no era otro que servir al señorito. Esos ruteros de la calle tienen algo de invisibles. Nunca pensamos que pueda ser alguien de nosotros. Solo son serviciales y sanotes muchachos que nos entregan la compra lo más de inmediato que alcanzan. Al morir uno atropellado y conocer sus condiciones laborales mientras la marca global multiplica sus ingresos, quizá se te nubla el ánimo durante un cuarto de hora. Pero no pasa nada, pides un antidepresivo por el móvil y en diez minutos te lo entregarán en mano. ¿Acaso no es perfecto?

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