El coraje del ficus

PALABRERÍA

Inanidad. En secreto, llamaban El Bueno al presidente del Gobierno. O El Tonto, según la facción. Facciones amistosas todas ellas, de su propio gabinete, pero cada una entendiendo la lealtad de un modo diferente. De una manera inopinada había llegado a la secretaría general del partido, hasta entonces en manos de fieras, políticos con dientes de sable y garras de velociraptor. Nadie sabía explicarse cómo aquel hombre que no molestaba a nadie se había alzado en líder de la organización, y la respuesta estaba ahí: precisamente porque no molestaba a nadie. Por su valerosa inanidad.

Pedregada. El coraje del ficus podría haber sido el título de las memorias políticas. Mientras los aspirantes se sacaban los hígados, él se había quedado en el rincón a salvo de la pedregada de vísceras. Vio rodar las cabezas de unos rivales con los que ni siquiera sabía que competía y, cuando se hizo el silencio sin que la sangre se hubiera secado, lo nombraron vencedor.

Aura. Se dejó empujar, y el impulso lo llevó a disputar la presidencia y de nuevo sucedió lo inimaginable. Los otros candidatos entraron a degüello olvidándose de él, que consiguió los votos suficientes para gobernar porque los ciudadanos apreciaron el aura pacífica, sin saber que no era santidad, sino insustancialidad. Nunca dijo nada interesante o comprometido en los debates. En realidad nadie recordaba haberlo oído hablar, superviviente de la carnicería en la que se habían implicado los demás aspirantes, un apocalipsis zombi ante las cámaras de televisión y con un share solo logrado antes con los grandes espectáculos deportivos. Al final resultó que zombi sí que comía zombi. El humano que quedó vivo fue llevado a la silla presidencial.

Carnet. Una vez al frente del Ejecutivo, creyeron los ministros que se comportaría como esa planta ornamental de grandes hojas y puritano perfil con la que tantos lo identificaban, pero resultó que tenía un par de ideas. Alguno se sobresaltó al escuchar por primera vez su voz, ligeramente aguda, cuando dijo: «Tengo un par de ideas». La proposición –de las dos ideas solo explicó una– era obligar a un carnet por puntos. «Presidente», dijo la titular de Sanidad –ella estaba en el bando de los que lo llamaban El Tonto–, «eso ya existe». Y él replicó que ‘su’ carnet era «otro» y se soltó a hablar y a hablar y dijo todo lo que no había dicho durante las primarias del partido ni en la campaña presidencial. En resumen: lo que impulsaba era el carnet por puntos para los funcionarios, principalmente para los profesionales de la medicina, la enseñanza, la justicia y la seguridad.

Praxis. La voluntad era mejorar los estándares de calidad del servicio público. Puso un variado número de ejemplos. El médico que recibía quejas por su mala praxis. El policía que se excedía con la fuerza. El profesor que suspendía a demasiados alumnos. El juez cuyos casos eran desestimados al ser revisados por una estancia superior. Exactamente igual a como les ocurría a los conductores –a los que se les daba un crédito que se gastaba a medida que cometían infracciones–, los funcionarios irían perdiendo ese fondo de confianza según el comportamiento. Si llegaban a cero, serían apartados de las funciones y sometidos a un examen. A El Bueno, o El Tonto, aquello le parecía genial, una trascendental regeneración de la democracia. El Ejecutivo estaba espeluznado y ese horror se tradujo en parálisis y El Bueno, o El Tonto, volvió a salir victorioso, esta vez por los motivos opuestos a los de las anteriores coronaciones.

Serenidad. Finalmente fue convencido por sus asesores más íntimos. Si persistía en el cambio legislativo, conseguiría cargarse al Gobierno. Recibiría presiones para que aplicara el carnet por puntos a su propia gestión y a la de los ministros. Qué tóxico instrumento regalaba a los medios de comunicación: a nada que hiciera, los columnistas le quitarían más puntos que a un chófer borracho. Le aconsejaron continuar con la estrategia que lo había llevado tan lejos, que era no tener estrategia, no hacer nada. Comportarse con la serenidad, la resolución y el silencio del ficus.

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