Una cometa de carne en la Patagonia

PALABRERÍA

Pegajoso. Del viaje que menos he escrito es al que más lejos me ha llevado. Llegar al fin del mundo requirió de tiempo e incomodidades. Solo la distancia y las horas invertidas permitían acercarse al concepto difuso de finis terrae. Fue el cuerpo molido después de 35 horas de viaje el que certificó el prestigio del destino. En avión, Barcelona-Madrid-Santiago-Punta Arenas, y en un coche con protecciones a lo Mad Max, hasta el Hotel Explora, en las Torres del Paine, en la Patagonia chilena. El día y medio invertido y los cambios horarios y la concatenación de aeropuertos y el coche oscilante e incómodo y el sueño pegajoso y los músculos doloridos y con conciencia de sí mismos demostraron que llegar a uno de los muchos finisterres necesita paciencia. Cuando entré en el hotel, el comienzo del viaje era un recuerdo incierto en la nebulosa del cerebro. El nombre de la provincia lo resumía todo: Última Esperanza.

Geología. Hace mucho de aquello, más de veinte años, y solo lo he evocado cuando en la ventana del ordenador ha aparecido una de esas hermosas fotos promocionales que nos recuerdan que algún día volveremos a ser libres. En la imagen retocada e impecable, un guanaco y la geología rotunda e imperfecta de los Cuernos del Paine y esa tierra de matorrales forjada por un viento que no cesa.

Consuelo. Hubo algunas cumbres gastronómicas, la primera en la ruta 9, que cruza la Patagonia chilena. Al aterrizar en Punta Arenas, casas de colores y un mar de plomo fundido y la blanca Antártida más adelante y, después, kilómetros y kilómetros por una carretera desértica y averiada que entonces estaba llena de pedruscos que rebotaban como proyectiles, por lo que los vehículos protegían los cristales con enrejados y se apartaban del paso de los coches del otro lado para evitar la pedregada. Fueron las siguientes horas en una hormigonera las que nos dieron el descabello. Y en aquel camino bombardeado por un clima poco amistoso fue donde comí un bocadillo excepcional. Mediante Google Maps he buscado el punto, una casa en medio de la nada. No lo he encontrado, y el sándwich ya solo reside en mi memoria. En condiciones normales lo hubiera tenido por una vulgaridad de paso, pero en aquel momento me pareció el mejor emparedado de la Tierra. Lo visualizo tostado y con queso derretido, pero podría estar inventando el relleno. Fue un consuelo en un traslado interminable.

Gaucho. Días después, y a los pies del macizo, montamos a caballo para llegar a un quincho donde comer un asado al aire libre. No sé si era necesaria la cabalgadura por lo escarpado del terreno o por una promesa de diversión. Llegué rígido como el muñeco de hojalata, más preocupado por no caer del cuadrúpedo que por la excepcionalidad del paisaje. En el quincho faenaban los gauchos con la indumentaria completa, boleadoras incluidas. Y en una cabaña, bajo una chimenea gigantesca e inclinado sobre las brasas, el objeto del deseo: el cordero magallánico al palo. Los gauchos, que espero que no fueran de atrezo, habían crucificado dos animales, que cocinaban con la lentitud del que mide las horas de otra manera. Impresionaba ver el cordero abierto. Era una cometa de carne que jamás alzaría el vuelo. Cada vez que se clava una de esas cruces de metal comienza un sacrificio pagano. Lo comimos en unas mesas alrededor del fuego con pisco sour y algún vino recio. El pisco sour colorea la realidad y sé con seguridad que no volvimos a caballo.

Hielo. En la tercera ronda también hubo bebida alcohólica. Sucedió al final de una excursión a pie de cuatro horas –y las mismas de vuelta– para contemplar los campos de hielo sur, una de las mayores extensiones de agua dulce del planeta. Subimos a una roca y la vista se congeló con aquella inmensidad que retenía el oxígeno hasta morir de azul. Alguien arrancó hielo con un instrumento punzante. Repartió vasos de plástico con whisky. Brindamos con los cubitos más puros. El mejor whisky que haya probado nunca.

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