Fue un magnate todopoderoso, el noveno hombre más rico del mundo, el hombre que ponía y quitaba presidentes… Pero un día osó desafiar a Vladimir Putin, y fue su fin. Por Carlos Manuel Sánchez

Desde 2000 vivía exiliado en el Reino Unido. Hace dos semanas se quitó la vida. Mientras investigan si fue voluntario o ‘animado’ a ello, indagamos en su abrumador pasado.

Apareció tirado en el cuarto de baño y con marcas en el cuello. La conclusión de la autopsia es que murió ahorcado con una bufanda. A simple vista, un suicidio. ¿O no?

En Moscú sobrevivió a un tiroteo y a un atentado con coche bomba; en londres, a un intento –o varios– de envenenarlo

Dicen que Boris Berezovsky, el hombre más rico y poderoso de Rusia a finales de los noventa llegó a poseer la novena fortuna del mundo, 2300 millones de euros, estaba al borde de la ruina y deprimido. No se encontraron rastros de veneno ni agentes químicos o radiactivos en su cuerpo. Pero la Policía no descarta ninguna hipótesis. La mano del Kremlin es alargada y las muertes en extrañas circunstancias se suceden en la colonia de exiliados rusos en Londres. Además, un exagente de la KGB ya había intentado liquidarlo en 2003 con un arma binaria, confeccionada con sustancias casi indetectables e inofensivas a no ser que se mezclen. Y Berezovsky aseguraba que no había sufrido la única trama para asesinarlo y que el presidente ruso Vladimir Putin estaba detrás de todas ellas. ¿Pero por qué molestarse si ya era un muerto en vida?

Berezovsky tenía 67 años y los tres últimos se los pasó en los tribunales en un intento desesperado por frenar su caída, pero lo único que hizo fue acelerarla. Se sentía traicionado por todos: sus amigos, sus mujeres, sus socios…  Fue perdiendo una batalla judicial detrás de otra. El divorcio de su segunda esposa, Galina Besharova, le costó 120 millones de euros. Antes había estado casado con Nina Korotkova. Y su última compañera, Yelena Gorbunova, de la que también se había separado, había logrado que le congelaran las cuentas. Tuvo dos hijos con cada una.

La puntilla fue la pelea de gallos que mantuvo con otro oligarca, Roman Abramovich, el dueño del Chelsea, al que reclamaba 3700 millones de euros, argumentando que le obligó a malvender su participación en una petrolera para quedarse con todo. «Yo confiaba en él. Lo consideraba como a un hijo», se lamentó Berezovsky. Pero carecía de pruebas y la jueza desestimó el caso. Para hacer frente a las costas judiciales y las minutas de su carísimo bufete, había empezado a vender los cuadros de su colección; entre ellos, un Lenin en rojo, de Warhol. Peor que la bancarrota es el fracaso de las ambiciones. Berezovsky tenía un alto concepto de sí mismo. Y grandes planes: derrocar a Putin ante todo. Con un golpe de Estado si era necesario. «Estoy haciendo todo lo que está en mi mano para limitar su mandato y volveré a Rusia tras su caída, porque va a caer… Hay que usar la fuerza para cambiar este régimen. No es posible por medios democráticos», aseguraba. Lo decía abiertamente, arriesgándose a perder el estatuto de refugiado que le había concedido el Gobierno británico a cambio, se sospecha, de secretos de Estado.

«Berezovsky se veía a sí mismo como un patriota que luchaba contra un dictador. Paradójicamente había apadrinado a Putin para que llegase al poder. «Tú eras uno de los que me pidió que fuera presidente, ¿de qué te quejas?», le dijo Putin con sorna. Para la mayoría de los rusos, Berezovsky solo era uno de los mafiosos que se repartieron las grandes empresas estatales cuando la transición del comunismo al capitalismo dejó a la población empobrecida y al país en ruinas: el PIB cayó un 40 por ciento entre 1991 y 1997, y Rusia pasó de ser la segunda potencia mundial a equipararse con Nigeria.

«No le basta con robar, quiere que todo el mundo vea que lo hace con total impunidad», decía de él un rival

Su ascenso fue tan extraordinario como su caída. Nació en Moscú en 1946 en el seno de una familia judía; su padre era ingeniero y su madre, enfermera. Era un matemático eminente, especialista en teoría del control. Aplicó sus conocimientos matemáticos a los negocios. En cualquier sistema hay entradas (de flujos, de datos o de dinero) y salidas. Un controlador no puede manipular lo que entra, pero sí lo que sale. Cuanto más caótico sea el sistema, más poder tiene el controlador si conoce las leyes que rigen en ese caos y sabe aprovecharse de ellas. Y Rusia en los noventa era el caos. Berezovsky hizo exactamente eso. controlar, manipular empresas y personas. Con las privatizaciones de la perestroika vio su oportunidad. «La ciencia es menos dinámica que los negocios. Solo los más decididos triunfan. Mi lema es atacar sin tregua». Montó un concesionario e importó coches de lujo para los nuevos ricos. Moscú era un nido de gánsteres.

Berezovsky se rodeó de una guardia pretoriana de fieros chechenos y sobrevivió a un tiroteo y a un atentado con coche bomba. Luego compró una fábrica endeudada a precio de ganga. Pero no para invertir. Solo le interesaba el cash flow, controlar los flujos de dinero para desviarlos a cuentas en Suiza. «La política es la mejor inversión», decía. «Así que buscó el amparo de Boris Yeltsin. Abordó a su jefe de seguridad, Alexander Korsakov, en las duchas de un club deportivo. Se arrimaba a la gente que le interesaba y la explotaba al máximo», recuerda. Se hizo íntimo de Tatiana, la influyente hija del presidente. Así fue esquilmando petroleras, empresas de gas y aluminio, Aeroflot Un exgeneral, Alexander Lebed, lo caló: «No está satisfecho con robar, quiere que todo el mundo vea que está robando con total impunidad». Además, fue apropiándose de un imperio mediático que usó de propaganda para Yeltsin. Y luego para Putin, para el que incluso fundó un partido.

Pero Putin no tenía vocación de marioneta. Nada más llegar al poder puso firmes a los oligarcas. Podéis seguir con lo vuestro, hay tarta de sobra, pero aquí mando yo. Los pragmáticos, como Abramovich, acatan; los rebeldes acabarán en prisión. O en el exilio. Berezovsky quería seguir siendo uno de los que manejan los hilos del Estado en la sombra. Como cualquier emigrante, anhelaba volver a su patria, aunque ya no fuera por la puerta grande. El Kremlin asegura que le envió una carta a Putin para pedirle perdón. Una última humillación para un experto en manipular que t perdiendo el control de su vida.

Mis mujeres

Nina, la primera. Con su primera mujer se casó en 1971 y se divorciaron en el 91. Tienen dos hijas. La mayor identificó su cadáver.

Galina, la segunda. En 2011 logró el de divorcio más caro del Reino Unido. Tras 20 años casada y con dos hijos, se llevó 300 millones de euros.

Yelena, la tercera. Para cuando se divorció de Galina, ya tenía dos hijos con Yelena, a quien conoció en 1996. Se separaron el año pasado, pero ella lo acompañó al reciente juicio contra Abramovich.

Katy, la última. En los últimos meses se lo relacionó con la modelo Katerina Sabirova. Ella ha afirmado que el magnate no se suicidó. ARgumenta que habían hecho planes para irse de vacaciones en mayo.

Mis enemigos

Vladimir Putin. Enemigo público número 1. La enemistad entre Berezovsky y Putin, que se reunieron varias veces en España, se convirtió en irreparable cuando los medios del empresario criticaron al Gobierno por la catástrofe del submarino nuclear Kursk.

Roman Abramovich. El chico de los recados. Fueron socios hasta que Putin llegó al poder. Abramovich aceptó las nuevas reglas del juego; Berezovsky se convirtió en un paria. Y lo acusó de haberle coaccionado para malvender su parte en los negocios comunes.

Paul Klebnikov, matar al mensajero. Un periodista de Forbes, Paul Klebnikov, investigó a Berezovsky. Lo llamaba el ‘padrino’ del Kremlin. El oligarca demandó a la revista. Poco después, Klebnikov murió tiroteado por unos desconocidos.

Alexander Litvinenko. ¿Quién envenenó al espía? Litvinenko me salvó la vida. Me informó de un complot de los servicios secretos. Siempre le estaré agradecido , aseguraba Berezovsky. Pero el Kremlin aireó que el envenenamiento del espía con polonio 210 fue ordenado por el magnate.

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