Narcotraficante, asesino… y ahora héroe. Alimentado por series, películas y biografías, el mito del colombiano Pablo Escobar -uno de los mayores criminales del siglo XX- está más vivo que nunca. Quienes lo conocieron, sin embargo, no están de acuerdo con todo lo que se cuenta por ahí. Por Jan Christop Wiechmann / Fotos: AGE, Getty Images y Cordon Press 

Hijo de campesino y de maestra, Escobar comenzó como timador, contrabandista y ladrón de coches. A mediados de los ochenta suminstraba el 80 por ciento de la cocaína que se consumía en todo el mundo. Así amasó una fortuna estimada en 25.000 millones de dolares. Se gastaba 2500 dólares al mes en gomas para hacer tacos de billetes.

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Foto: SIPA/ Picture Press

El hermano

Cuando se trata de descubrir al verdadero Pablo Escobar -al auténtico, no al de la serie Narcos, de Netflix, ni al de la película Loving Pablo ni al de todos esos libros sobre el gran criminal colombiano-, no hay mejor experto que su hermano mayor. Eso es, al menos, lo que asegura el propio Roberto Escobar.

Este hombre bajito y delgado nos recibe en la parte alta de Medellín, en un bungaló que el cártel de su hermano usó en su día como escondite. Lleva pantalones acampanados, como si viniera directamente de los setenta. El refugio es uno de los muchos que los Escobar tenían por la ciudad, con cajas fuertes y pasadizos. «23 pasadizos secretos -dice con orgullo-. Y teníamos tanto efectivo que podríamos haber alquilado varios grandes almacenes enteros. A los 38, mi hermano era el segundo hombre más rico del mundo. En su comunión ya se lo dijo a nuestra madre. mamá, voy a ser millonario».

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Roberto Escobar fue el contable del cártel de Medellín. Pasó 14 años en prisión y hoy vive de explotar el legado de su hermano

-Esa vida de jet set aparece bien reflejada en la serie Narcos -le digo.
«¿Narcos? -replica contrariado-. Todo mentira. Se ve a Pablo llorando, y un Escobar no llora. He presentado una demanda contra Netflix por 1000 millones de dólares. Soy el único superviviente que conoce toda la verdad».

Roberto Escobar, de 71 años y conocido como el Osito, se enfada cuando le hacen las preguntas equivocadas. Por ejemplo, si Pablo Escobar fue en realidad un genocida. Él lo ve, más bien, como Pablo Escobar el solidario hombre de familia. «¿Conocéis a un jefe mejor que Pablo?», pregunta a sus cuatro bigotudos gorilas, también salidos de los años setenta. Sus secuaces sacuden la cabeza con energía.

«‘Narcos’ es todo mentira. Se ve a Pablo llorando, y un Escobar no llora. He demandado a Netflix por 1000 millones», dice Roberto Escobar

La mirada de Roberto se dirige hacia el valle. Medellín, 2,5 millones de habitantes, se extiende bajo la luz rojiza del atardecer. Desde aquí, los Escobar tenían visión directa del aeropuerto y de los aviones privados cargados con fajos de dólares procedentes del tráfico de cocaína. «Como balas de heno -dice Escobar-. Bien lo sé yo, que era el contable. Diez personas trabajaban para mí». Su apariencia es, desde luego, la de un contable. Pero habla como un mafioso. «Encontraron muerto a un localizador de exteriores de Netflix», dice. Y deja la frase en el aire.

A los 24 años de la muerte de Pablo Escobar ha surgido una extraña moda en torno a su figura. Comenzó hace dos años con la serie Narcos y continuó con tres películas protagonizadas por estrellas como Bryan Cranston (Infiltrado), Tom Cruise (Barry Seal: El traficante) y Javier Bardem (Loving Pablo). En Medellín, de hecho, se ofertan hoy hasta ocho rutas turísticas sobre Escobar.

Los guardaespaldas cubanos de Roberto Escobar, sin ir más lejos, guían por la finca a los turistas que vienen a conocer al verdadero Pablo. Por 20 dólares te enseñan los coches ‘tuneados’ y los pasadizos. Uno de ellos dice. «Esta es la moto acuática que usó James Bond en una película y que luego fue de Pablo. Este es el coche clásico que le compraron a Frank Sinatra». Así se sentían los Escobar, como Frank Sinatra o James Bond.

El cubano nos lleva a un patio desde el que se controla todo el entorno con videovigilancia. Roberto aún teme a sus viejos rivales y a policías sedientos de venganza. Pasó 14 años en prisión. Alguien le mandó a la cárcel una carta bomba que le explotó en las manos y le destrozó un ojo. Hoy, apenas le quedan este bungaló y una oscura biografía que exprime para sacar algo de dinero con la misma desesperación con la que un cantante olvidado se aferra a sus viejos éxitos.

De vuelta a su refugio con vistas a la capital antioqueña, Roberto parece melancólico. «A esta mesa se sentó Pablo tres días antes de su muerte -dice-. Ya saben que él mismo se mató durante una operación policial, que no lo mató la Policía».

-La Policía no lo ve igual-replico.
«Lo que le digo es la verdad. Pablo era un zorro. No solo iba siempre un paso por delante de la CIA, también de sus asesinos».
-¿Y qué me dice de sus víctimas?
«¿Qué víctimas?».
-Los miles de muertos.
«Las verdaderas víctimas somos nosotros. El Estado persiguió a nuestra familia».
-Popeye, uno de los sicarios de Escobar, admitió haber asesinado, solo él, a más de 250.
«Popeye es un mentiroso», responde Roberto.

Popeye, Jhon Jairo Velásquez en realidad, es uno de los hombres que mejor conoció al mito. Siempre estuvo más cerca de todo que el propio Roberto. A lo largo de diez años pasó cada día al lado del ‘patrón’ y llevó a cabo, por orden suya, cientos de asesinatos. Por alguno de esos encargos llegó a recibir un millón de dólares.

El sicario

Popeye pasó 23 años en una cárcel de máxima seguridad. Ahora, al teléfono desde su piso en Medellín, dice misterioso: «Estoy cerca del barrio La Estrella. Entren por el garaje. Más indicaciones, allí».

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Jhon Jairo Velásquez, Popeye, fue el principal sicario de Escobar. Pasó 23 años preso y es quien más detalles ha revelado sobre el  ‘modus operandi’ del narco

El edificio recuerda a una prisión; justo la privacidad y el anonimato que Popeye busca tras pasar entre rejas «23 años, tres meses y tres días», precisa. Nos guía desde el aparcamiento subterráneo hasta un apartamento en el piso 12 con televisor de pantalla plana y un estudio donde graba vídeos para su canal de YouTube.

Popeye, de 55 años, luce tatuajes por todo el cuerpo y el pelo blanco cortado a cepillo. Con su aspecto de mafioso, nos revela que llevó su propia contabilidad con macabra precisión: «Yo fui el principal sicario del patrón: 257 asesinatos, 250 ataques con bomba; en el momento álgido llegamos a matar a 540 policías. Era la guerra. Y la guerra exige esta mentalidad».

-¿Así llama a la época del cártel: la guerra?
«Era una guerra en muchos frentes. Contra el cártel de Cali. Contra la Policía. Contra el Estado. Contra Estados Unidos. El patrón se enfrentó a todos…». Popeye se abre la camisa y muestra con orgullo cuatro cicatrices, secuelas de un tiroteo. Para él, son un recordatorio de que no había llegado su hora de viajar al infierno.

Le pregunto por la visión que Roberto Escobar tiene de su hermano, como una víctima. «Roberto es un capullo -sentencia Popeye-. Pablo era un terrorista, un asesino, un secuestrador. Pero era mi amigo».

-¿Tiene miedo?
«No. Por redes sociales me llegan mensajes tipo: ‘Te vamos a matar’. Yo les respondo: ‘Hacedlo’».
-¿Sale a la calle?
«Poco. Quiero tranquilidad. En casa hago mis vídeos de YouTube y me bebo unas cervezas. De vez en cuando voy al barrio Pablo Escobar. El patrón lo construyó para el pueblo. Allí soy un héroe».

Popeye regresa del dormitorio con una Beretta 9 mm y hace algunos movimientos para demostrar que no está oxidado. En su antebrazo destaca un tatuaje: «El general de la mafia», un título profesional y un juramento de fidelidad. También es parte de su estrategia comercial.

«Yo fui el principal sicario del patrón. Maté a 257 personas, puse 250 bombas; despedazábamos cadáveres»

Si Roberto ve a su hermano como un Robin Hood, Popeye lo ve como una versión XXL de Al Capone. «El patrón fue el mayor mafioso de la historia. Sabía que en este corrupto país había que ser el más corrupto de todos. Tenía más poder que el presidente». Un retrato en el que él se dibuja como su más estrecho colaborador. «Soy uno de los cuatro sicarios con vida. Y el único que habla. Soy la memoria colectiva del cártel».

Popeye también hace rutas Escobar. Nos conduce hasta el antiguo cuartel general del criminal, el edificio Mónaco, donde le llevaban bailarinas de samba directamente desde Río. Donde hacían desaparecer cuerpos usando ácido. Donde los prisioneros acababan echados a los cocodrilos. En realidad, más que como Bond y Sinatra, Escobar se parecía más al sádico dictador ugandés Idi Amín o al absolutista Luis XIV. Popeye responde a nuestro comentario de forma lapidaria. «Así eran las cosas. Éramos asesinos. Sí, despedazamos cadáveres. El Mónaco era nuestro campo de concentración y aquí ofrezco una mirada a los rincones más oscuros del alma humana. Para que la gente lo entienda».

-Eso es casi tan macabro como si el comandante de un campo de concentración hiciera visitas guiadas por las cámaras de gas.

La afirmación le hace perder los estribos. «La ciudad debería estarle agradecida -dice-. Medellín no era nada. Se hizo conocida en todo el mundo gracias al patrón».

El ‘cazador’

Todos los domingos, un hombre se sienta en una sencilla tumba del cementerio de Montesacro, rodeada de flores y con la inscripción: «Pablo Emilio Escobar Gaviria. 1.12.1948-2.12.1994». Allí habla en voz baja. «Te sobreviví, asesino. Ese fue mi primer triunfo. El segundo: soy más viejo de lo que llegaste a ser. El día que te matamos en tu escondrijo hice una fiesta salvaje, como las que a ti te gustaban».

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Carlos Palau dirigió la unidad especial que cazó a Pablo Escobar. Hoy solo siguen vivos tres de sus 152 integrantes

Carlos Palau está vivo y, sin embargo, es una de las víctimas de Escobar. Fue uno de los jefes del Bloque de Búsqueda, la unidad especial dedicada a la caza del narco. Palau dice: «De los 152 hombres de mi unidad, solo viven tres. Este hijo de puta mataba cada día a seis policías, mis amigos, mis hermanos. Yo también recibí la oferta habitual: ‘plata o plomo’. Intentó matarme cuatro veces. La última, en 1992, el hijo de puta ofreció cinco millones de dólares por mi cabeza».

«Este hijo de puta mataba a seis policías al día. La oferta habitual era: ‘plata o plomo’. Ofreció cinco millones por mi cabeza» 

Siempre se refiere a Escobar como asesino o hijo de puta. Palau, de 48 años, sigue conservando la constitución física que dan 15 años en las unidades especiales, pero su rostro refleja cansancio. Durante 25 años no tuvo un día de paz, sufría síndrome de estrés postraumático, no dejaba de pensar en los amigos que iban siendo asesinados. «No confiaba en nadie. A mis padres solo les conté que fui policía hace dos años». Hoy, por fin, ha encontrado una especie de terapia: los ‘tours Escobar’. «Llevo a los turistas a los lugares donde se cometieron los crímenes, y todas las veces repito lo mismo: ‘Yo sobreviví, tú no. Y hoy vivo de ti, hijo de puta’».

Las rutas de Carlos Palau llevan a una comunidad monástica situada en las montañas, un lugar que en tiempos fue La Catedral, la cárcel de lujo que Escobar se hizo construir para cumplir su condena. El rey de la droga pudo seguir gobernando desde allí a su antojo; recibía la visita de amigos y mujeres y seguía encargando asesinatos. «Todavía se encuentran huesos de sus víctimas», dice Palau. Entra en un sótano donde se conserva la cama original de Escobar y donde recibía a sus víctimas diciéndoles: «Te vamos a matar de todos modos después de interrogarte, pero, si eres culpable, antes te torturaremos».

«Siento una energía negativa en este sitio, tengo que salir -dice Palau al cabo de unos instantes-. El asesino mató a más de 5000 personas, más que Bin Laden». Para él, el mito de Escobar es una farsa. No fue más que un sanguinario. Un psicópata pedófilo que pagaba grandes sumas para acostarse con vírgenes. «La mitad de los colombianos siguen pensando que no era tan malo -dice con asco-. Especialmente en su barrio».

El barrio

Pablo Escobar, el barrio, es una colección de pequeñas casas donde viven 20.000 personas. En el centro resplandece un mural que rinde homenaje a su promotor con un gesto casi bondadoso. «Aquí se respira paz», reza una leyenda. En el suelo hay velas, dejadas por los vecinos en memoria de su héroe. Al lado, en la peluquería El Patrón, la dueña vende llaveros de Escobar, jarras de cerveza de Escobar, café de Escobar, incluso ofrece cortes de pelo Escobar.

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Escobar hizo de Medellín la ciudad más violenta del mundo. Pero sus ‘obras sociales’ lo convirtieron a él en una especie de Robin Hood al que muchos admiran. Sobre todo en el llamado barrio Pablo

Pablo Escobar fundó este asentamiento a mediados de los años ochenta y regaló 330 casas a familias pobres. A cambio, se aseguró la lealtad de los vecinos y cientos de vías de escape. Cuando llegamos al mural, unos jóvenes nos miran desconfiados. «¿Qué queréis?», pregunta uno.
-Hablar con algún representante de la comunidad.
«Aquí no hay de eso».
– ¿Y qué hay aquí?
«Un patrón», responde un joven.

El patrón, un antiguo pandillero llamado Juan, llega con dos tipos como armarios. «Conocí a Pablo de niño, a finales de los años ochenta. Éramos pobres, a mi padre lo mataron de un disparo, mi madre tenía cinco hijos. Llegó un tipo y nos regaló una casa, figúrese. A mí me dio el dinero y el material de construcción. Para nosotros, Pablo era un dios», dice.

Juan tiene 36 años y hasta hace cinco se dedicaba a la venta de droga. Hoy es el jefe del barrio. «En estos momentos, la cosa está tranquila», dice. Hace dos años, su banda expulsó a otra rival. Les sacan a los moradores 40.000 dólares al mes en concepto de protección, por asegurar la paz. La violencia de las bandas ha vuelto a incrementarse en los últimos años; en 2016 se registraron 534 muertes, casi tantas como en Nueva York y Los Ángeles juntas.

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La figura de Escobar es ya una atracción turística. En Medellín hay ‘tours’ que recorren sus antiguos dominios y su tumba, llena de ofrendas. «Escobar es un producto para el público de Fast and Furious: coches, acción, armas, mujeres…», lamenta Adriana Valderrama, directora del Museo Casa de la Memoria, creado para no olvidar la violencia de aquellos años.

Da igual a quien preguntes, todo el mundo está con Pablo Escobar. Lo ven como a un libertador de la talla de Bolívar. «Tras él llegaron las bandas y los paramilitares -dice Juan-. Mucha gente cree que la vuelta al dominio de una sola banda, como en los tiempos de Pablo, es lo mejor. Antes querías ser como Pablo: dinero, coches, mujeres. Todos queríamos lo mismo. Hoy ya no. Hoy solo quiero paz».

La amante

La gran amante de Pablo Escobar vive hoy en Estados Unidos. Nos encontramos con ella en un piso de las afueras de Miami. Vestido elegante, pelo teñido, edad…

«Ponga que sin edad -dice Virginia Vallejo-. Una belleza atemporal».
-¿Profesión?
«Ponga que escritora. Diva. La mujer que destapó el mayor escándalo de Colombia».
Lo dice en serio.

A comienzos de los ochenta, la por entonces reportera de televisión y el rey de la droga se enamoraron. Ella fue la primera en entrevistarlo, consiguiendo así la mayor exclusiva de su carrera, un testimonio que ayudó al capo a saltar al escenario mundial. Él correspondió con mucho dinero, yates, relojes Cartier y poesías. A cambio, ella escribiría su biografía, la de un hombre que pasó de hijo de campesino a multimillonario. Los cinco años que pasaron juntos aparecen recreados en Loving Pablo, la última cinta de Fernando León de Aranoa, protagonizada por Javier Bardem y Penélope Cruz.

«La relación con Pablito era muy romántica -dice Vallejo-. Éramos jóvenes e inocentes. Nuestra vida era una versión nueva de La bella y la bestia. Una historia increíble».

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Virginia Vallejo, la amante del capo vive en Miami. En 2007 publicó el superventas ‘Amando a Pablo, odiando a Escobar’

Nada que ver con la visión que se muestra de ella en las películas y las series. Demasiado odiosa, demasiado escandalosa, dice. «En Narcos me interpreta una mulata», remata indignada.

-¿Qué le parece la serie?
«Mi abogado dice que no haga comentarios».
-¿Y qué le parece Loving Pablo?
«Mejor me callo. A Javier Bardem sí le dije: ‘Es el papel de tu vida. Te van a dar el Oscar por él’».
-No parece que esté yendo demasiado bien.

Guarda silencio. Pero solo para coger impulso: «En todos los productos me han convertido en la mala y a Pablito, en el santo. Me han convertido en una puta. Y han ganado millones».

Es la venganza póstuma de Escobar, podría pensarse. Ella lo echó de su vida, pero él extiende su sombra igual que sobre todos los demás: nunca se librarán de él. Tampoco es que quieran hacerlo.

«En el cine y la televisión me han convertido en una puta y a Pablito, en el santo. Y han ganado millones». -Virginia Vallejo-

De hecho, es como si conocer a Escobar elevara todas las vidas a la categoría de lo superlativo. Si Roberto Escobar se ve como el heredero del rey, Popeye como el general de la mafia y Palau como el ‘cazador’ del monstruo, Virginia Vallejo se ve como la protagonista de un cuento de hadas. «Hasta que Pablo se convirtió en un terrorista -añade-. Lo dejé en 1988, cuando descubrí que había reclutado a terroristas de ETA para cometer matanzas».

Años más tarde escribió un libro sobre su relación con Escobar y anunció que declararía contra él y el ministro de Justicia, Alberto Santofimio. Ambos habrían conspirado para asesinar al candidato a la presidencia Luis Carlos Galán. Sacada del país con ayuda de la CIA, Vallejo declaró como testigo en Miami y contribuyó así a que Santofimio fuera condenado a 24 años.

«Dejé a Pablo en 1988, cuando descubrí que había reclutado a terroristas de ETA para cometer matanzas», -Virginia Vallejo-

La antigua periodista recibió asilo en 2010 tras recibir amenazas de muerte. «Me lo dieron por dos motivos. Mis enemigos habían ofrecido 100.000 dólares a cualquier banda que me violara. Y había sufrido un intento de atentado de camino a la Embajada, adonde me llevaban como testigo».
Hoy, su vida sigue un rumbo dramático. Vallejo es prisionera de un amor vivido hace años. Está casi siempre sola. No confía en nadie. Cree que el presidente colombiano Juan Manuel Santos y el expresidente Álvaro Uribe le han puesto micrófonos y que la siguen, como hacen el canal Univisión y otros más: «He cambiado de casa, pero todo sigue igual -dice con desesperación-. Ahora me voy a mudar a otro Estado».

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