Son atletas bien entrenados, pero caen desplomados en las competiciones sin causa aparente: el año pasado murieron diez purasangres ¡a la semana! en Estados Unidos. Varios expertos nos explican cómo se está jugando con la vida de estos preciosos bólidos: los caballos de carreras. Por Carlos Manuel Sánchez

Así es un purasangre

Congrats gal era una yegua de tres años. Cruzó la meta en una carrera celebrada el 17 de mayo en el hipódromo de Pimlico (Baltimore, Estados Unidos) y, mientras trotaba después del esfuerzo, se desplomó sin más. Agonizó y murió frente a la tribuna del público, una imagen dramática que se ha convertido en rutinaria en las carreras de caballos. En Estados Unidos murieron 493 purasangres en competición el año pasado, casi 10 por semana.

• ¿El caballo, el gran aliado del hombre, ha pasado a la historia?

El hipódromo de Santa Anita (California) fue clausurado en marzo para abrir una investigación después de la muerte de 23 caballos en tres meses. El asunto se ventiló con un examen de la pista; se taparon algunos baches y se reabrió. Pero el misterio que rodea esta mortandad no se ha aclarado. Los informes forenses hablan de dos causas principales: caídas catastróficas con lesiones insuperables -la fractura de una pata conlleva casi siempre la eutanasia- y muertes súbitas por infartos, colapsos pulmonares o fallos multiorgánicos. ¿Pero por qué se caen y se desmayan tanto? Al fin y al cabo son atletas equinos, están entrenados por los mejores preparadores, supervisados por veterinarios, bien alimentados… Entonces, ¿por qué se mueren?

Hay científicos que apuntan a otra causa: la velocidad. Estos caballos van demasiado rápido. Y sus cuerpos no están preparados. Han superado su límite orgánico. Patrick Sharman y Alastair Wilson -biólogos de la Universidad de Exeter (Reino Unido)- estudiaron los datos de 70.000 caballos que han competido en 616.000 carreras desde 1850 a 2015 y llegaron a la conclusión de que los caballos de élite van ahora 1,18 segundos más rápido que a finales del siglo XX; y 10 segundos más rápido que en el siglo XIX, contradiciendo el consenso general, pues se pensaba que la raza casi había tocado techo y solo se podían arañar unas décimas cada varias décadas.

Corren atiborrados de analgésicos y corticoides. Sin dolor pierden la señal que advierte de agotamiento o lesión

Existen varios factores que exacerban la velocidad. El genético es uno de ellos. Décadas de cruces selectivos han privilegiado una musculatura cada vez más potente y un esqueleto cada vez más liviano. Un purasangre es un bólido de 500 kilos de peso lanzado a 90 kilómetros por hora, sostenido por unos tobillos no mayores que los de un ser humano. Una mala pisada puede tener consecuencias desastrosas. La fractura de una pata equivale a una sentencia de muerte. Los caballos tienen muy poco tejido blando en sus extremidades, y el hueso con frecuencia rompe la piel o corta las arterias. Son heridas que se infectan rápidamente. En algunos casos, el hueso estalla literalmente y se hace añicos. Y, aunque fuera posible volver a soldarlo, el caballo debería guardar reposo durante semanas, incapaz de soportar su propio peso, lo que conlleva la inflamación de las láminas que unen el casco con el último hueso del pie. Son tantas las complicaciones que la regla general es que, si el animal no es capaz de sostenerse sobre sus cuatro patas, no tiene salvación.

LA POSTURA DEL JINETE

Un segundo factor es el estilo de los jockeys, que ahora van colgados sobre el cuello del caballo. Antes, los jinetes se sentaban con la espalda más recta y llevaban riendas más largas. Ahora, su postura es casi circense; muy aerodinámica, lo que ha mejorado un siete por ciento la velocidad, pero también más inestable. Es una profesión de riesgo. Un informe de la Universidad de California señala que un jockey sufre de media una caída con lesiones cada 502 carreras si se trata de purasangres o cada 318 si compite en otras categorías.

carreras de caballo, purasangre

Ahora, el jinete va casi colgado sobre el cuello del caballo. La postura es más aerodinámica -ha aumentado un siete por ciento la velocidad-, pero también más inestable

El tercer factor es la codicia. Rick Arthur, director veterinario del comité de competición de California, señala: «Las muertes de caballos han aumentado porque ha aumentado la competitividad». Hay tramposos que usan anabolizantes aprovechando que los controles antidoping son más laxos que en otros deportes. Kate Papp, veterinaria de caballos de carreras de Pensilvania, asegura que hay chivatos en los laboratorios que avisan a los entrenadores cuando va a haber análisis.

DOPAJE ENCUBIERTO

Pero también hay prácticas legales que son peligrosas. Por ejemplo, en Estados Unidos está permitido administrar fármacos al caballo el mismo día de la competición, algo que no sucede en Europa, Australia y Hong Kong, donde las leyes son más estrictas. Y donde la mortalidad es mucho más infrecuente. A los caballos se les pone una inyección de furosemida antes de la carrera. Los entrenadores alegan que lo hacen para evitar hemorragias pulmonares durante el esfuerzo, a las que los purasangres son propensos cuando esprintan. Sin embargo, los detractores de esta práctica señalan que el fármaco, cuyo nombre comercial es Lasix, es también un potente diurético. El animal pierde hasta 15 litros de orina. Liberado de ese lastre, puede conseguir en la recta final una ventaja de hasta cinco cuerpos sobre otro caballo que no haya sido vaciado artificialmente de sus fluidos.

Por otro lado, a los caballos se los atiborra de analgésicos, antiinflamatorios y corticoides para enmascarar lesiones, pues llevan una enorme carga de entrenamientos y carreras que les producen pequeñas roturas que no da tiempo a curar. Sin dolor, el animal corre más rápido. Pero pierde una señal de alerta que le haría parar o frenarse si está lesionado o agotado. Y, si se frena, el jinete utiliza la fusta. El número máximo de latigazos está regulado para evitar el ensañamiento, pero sale a cuenta pagar la multa si el caballo consigue una mejor posición y un premio en metálico más sustancioso.

Hay que añadir que cada vez se crían menos caballos de carreras. En 2002 había 33.000 purasangres registrados en Estados Unidos, hoy no llegan a 20.000. Pero el calendario de competición es similar, así que un caballo tiene que participar en más carreras. «Y es duro mantener a un atleta al máximo de sus prestaciones durante los doce meses del año», explica Rick Arthur a National Geographic.

Una iniciativa en el Congreso, apoyada por demócratas y republicanos, plantea prohibir que se administren fármacos a los caballos en las 24 horas previas a la competición. Kathy Guillermo -vicepresidenta de la asociación animalista PETA- pide ampliar esta prohibición a dos semanas y que los hipódromos cambien la superficie de las pistas, sustituyendo la arena y el césped por materiales sintéticos, como ya se ha hecho en algunas instalaciones. «La opinión pública cada vez tolera menos las patas rotas, los latigazos y las drogas», advierte.

Medios como The New York Times se preguntan si se trata de un deporte obsoleto. Su declive es innegable, pues ha pasado de ser el más popular entre los estadounidenses en los años sesenta -por las apuestas- a ocupar el puesto 13. Pero el juego on-line se ha generalizado y ya no hace falta ir al hipódromo. Aun así, sigue teniendo mucho tirón. Y hay mucho dinero en juego. Demasiado como para que los caballos se alimenten solo de heno, avena y agua.

Cada año unos 400 caballos norteamericanos se exportan a Corea del Sur. Allí la mayoría acaba en el  matadero y su carne abastece a restaurantes

No obstante, el público está empezando a pedir cuentas a una industria que en Estados Unidos mueve 11.000 millones de dólares anuales (9850 millones de euros) en el negocio de las apuestas y otros 1000 millones en premios para los propietarios y entrenadores de los caballos ganadores. Cualquier intento de regulación se topa con el poderoso lobby de las casas de juego, pero también con demandas de entrenadores e incluso de veterinarios que trabajan en este sector. En los hipódromos británicos, donde se apuestan unos 4200 millones de libras anuales (4800 millones de euros), murieron el año pasado 84 caballos, la mayoría a consecuencia de caídas, pues las leyes antidopaje son más restrictivas. En España es un negocio mucho menor: entre los tres principales hipódromos españoles -Madrid, Sevilla y San Sebastián- solo se celebrarán 72 carreras este año y las apuestas hípicas movieron 5 millones de euros en 2017.

UNA INVERSIÓN QUE GALOPA

El Jockey Club, la organización más antigua de Estados Unidos -125 años-, habla de «un problema nacional que no se limita a un hipódromo en particular y que tiene a los aficionados, los reguladores, la industria y al público consternados». Reconoce que «el uso de la furosemida disfraza de medicación terapéutica lo que en realidad es una droga para mejorar el rendimiento». Y pronostica que «si las carreras no se libran del dopaje, el debate público y político que deberán afrontar puede acabar con ellas».

Un caballo de carreras es, ante todo, una inversión. The Wall Street Journal la compara con la Bolsa, señala que es una opción más arriesgada y volátil que comprar acciones de una empresa, pero que puede tener una rentabilidad muy alta. Hay grupos de inversores que se reúnen en subastas privadas, que incluyen un pase para ver las prestaciones de los potros de un año de edad en distancias muy cortas. Y que invierten o no dependiendo de su punta de velocidad. En muchos casos se forman sociedades para adquirir al purasangre y costear su mantenimiento: el precio medio de la compra ronda los 60.000 dólares (54.000 euros), aunque puede dispararse si el pedigrí es excepcional. Y su manutención, alojamiento y entrenamientos rondan también los 50.000 dólares anuales. Una factura que engorda con los gastos veterinarios, viajes y seguros.

El consultor Bill Oppenheim señala que solo el diez por ciento de los caballos consiguen premios anuales por encima de los 90.000 dólares, que ni siquiera cubren gastos. ¿Dónde se obtiene entonces la rentabilidad? En las apuestas, por un lado. Y en la crianza, por otro. Pero solo unos pocos caballos -en torno al tres por ciento- acaban sus días como sementales rentables (las yeguas tardan 11 meses en la gestación y no producen tanto beneficio). Y la carrera deportiva es corta. Un caballo compite entre los dos y los cuatro años. A los cinco se jubila. Y, en teoría, le quedan veinte años de vida que los propietarios y socios no están dispuestos a costear. Si no es un campeón que pueda amortizarse como semental, se vende. Según la organización PETA, unos 400 caballos de carreras norteamericanos se exportan a Corea del Sur cada año, donde compiten unas pocas carreras más. Luego, la mayoría acaba en el matadero de la isla de Jeju, donde su carne abastece a los restaurantes.

PARA SABER MÁS

The Jockey Club. Organización dedicada al control y la regulación de las carreras de caballos en Estados Unidos.

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