Los hombres les pegaban, las violaban y las mataban. Todos los días. Hasta que decidieron organizarse y devolver los golpes. La favela donde viven en Brasil es hoy un territorio libre de violencia e incluso de narcotraficantes. Su ejemplo ya se estudia en las universidades. Por Jan Christoph Wiechmann / Foto: Karl Mancini

¿Cómo sigues adelante cuando has perdido a tu primer hijo por culpa de la meningitis, cuando el segundo muere electrocutado, cuando al tercero te lo arrebata el dengue, y los gemelos que llevas en el vientre no sobreviven a los puñetazos y patadas de tu propio marido? «¡Luchando!», dice María do Carmo.

Pero ¿y si ese hombre intenta matarte tres veces y huyes, recorres 3000 kilómetros hasta São Paulo y, una vez allí, te prostituyes para dar de comer a tus cuatro hijos que aún viven y llega otro hombre y te vuelve a pegar, ¿cómo sigues adelante? «¡Luchando más!», añade María do Carmo.

Pero ¿y si también tienes que huir de este último maltratador y recorrer otros cien kilómetros hasta una favela en las afueras de la ciudad de Campinas, al norte de São Paulo, sin dinero ni recursos, y resulta que los hombres que viven allí también pegan a las mujeres?

«Ya no huyes más. Luchas. ¡Luchas siempre!», dice María do Carmo y muestra sus armas: un silbato, un megáfono, una porra, una cuerda y un machete.

Las indomables: cómo estas mujeres se hicieron el poder (a golpes) en una favela 1

María do Carmo con su machete. Es la líder comunal de Menino Chorão, una favela donde las mujeres han puesto freno a la violencia machista a base de devolver los golpes y castigar a los hombres. El barrio, en la ciudad de Campinas (São Paulo), se ha convertido en refugio para muchas brasileñas.

Estamos en Menino Chorão (Niño Llorica), la favela que María do Carmo fundó con otras mujeres en Campinas hace siete años tras la última de sus huidas. Es una tarde tranquila, y la tranquilidad es la mejor noticia para una favela de Brasil, sacudidas estas por guerras innumerables.

La historia de Menino Chorão es la de un éxito. No solo no hay violencia contra las mujeres, es que no hay violencia, ninguna, ni siquiera narcotráfico. La Universidad de Campinas ya estudia su ejemplo. Y otras favelas invitan a Do Carmo para dar charlas a sus vecinos. Quieren conocer la fórmula de su éxito.

«¿Que cuál es la fórmula del éxito?», repite María do Carmo. «Luchar. Defenderse. Devolver los golpes. Con más mujeres. Juntas. Y también con armas. Con boicot sexual. Con dureza. Es lo que he aprendido en estos años de dolor».

Tienen su propio código penal: la ‘Disciplina’. Ellas son la Policía, la Justicia, el Ejército y el Consejo Municipal. Mujeres de todo el país llegan a esta favela atraídas por la paz reinante. Un caso único en Brasil

María do Carmo Pereira de Sousa tiene 49 años, es fuerte y de corta estatura. Le faltan dientes por los golpes recibidos y lleva un montón de cicatrices en el cuerpo y otras tantas en el alma, aunque, asegura, no tiene tiempo «para pensar en esas cosas».

Conocí a María do Carmo hace cinco años en su casa sin ventanas y suelo de tierra, como tantas otras viviendas de las favelas. Menino Chorão estaba inmerso en una epidemia de violencia contra las mujeres. Una noche de marzo, sobre las dos de la madrugada, María do Carmo oyó los gritos de Patricia, su vecina embarazada. Su marido le pegaba; una vez le rompió la mandíbula. Llamó a la Policía, pero le dijeron que no iban a mandar a nadie: tenían cosas más urgentes que atender.

Esa fue la noche en la que Do Carmo dijo que ya estaba bien. Despertó a dos vecinas y, armadas con palos, entraron en la casa justo cuando el hombre presionaba la cara de Patricia contra la placa encendida de la cocina. Las tres mujeres golpearon al tipo con palos. Do Carmo también llevaba un cuchillo para intimidarlo. Cuando todo terminó, llevaron a Patricia al hospital y le dieron dinero para el autobús de vuelta. «De repente lo tuvimos claro: esa era la solución», afirma María do Carmo.

¿Cuál?
«Teníamos que mostrar fuerza. Necesitábamos una unidad de intervención rápida».
¿Una unidad de mujeres?
«Sí, solo mujeres. Reunimos a treinta. Todas teníamos un silbato para avisarnos unas a otras. Y las que querían llevaban un palo. Ahora acudimos a todas las llamadas y le damos una paliza al maltratador».
¿Por qué una paliza?
«Para que sepa lo que es. Sujetamos al hombre y dejamos que sea su propia mujer quien le pegue».
¿Y no se defiende?
«No tiene opción, somos demasiadas».
¿No se hace difícil pegar a un ser humano con una porra?
«Si una mujer está en peligro, golpeo con todas mis fuerzas. Los reparos desaparecen. Yo he pasado por lo mismo. Mire mis cicatrices», dijo, y me enseñó todas las marcas que llevaba repartidas por el cuerpo.
Pero eso es tomarse la justicia por su mano…
«Funciona. El maltratador sufre en su carne lo que él mismo hace».
Pero se vengará.
«No, porque sabe lo que le espera».
Resulta difícil aceptar que la solución sea la violencia.
«Es defensa propia. Si un tipo atacara a tu esposa, tú también le pegarías, ¿no?».
Probablemente sí.
«¿Ves?».
Si el Estado no cumple con su deber de impedir la violencia contra las mujeres, me decía, las propias mujeres tienen que hacerlo.

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Do Carmo con su machete. Cada mujer tiene uno; también silbatos, porras y cuerdas. Ante una agresión avisan a las demás y se le da una paliza al agresor, que es atado en la calle. Con el megáfono, Do Carmo convoca reuniones y da avisos.

Aquella idea parecía poco realista en un país con más de 65.000 asesinatos al año, de crímenes sin castigo contra mujeres, ecologistas, homosexuales, periodistas… La lista es larga. Además, era un concepto que había surgido de forma espontánea, directamente de la necesidad, no de un proceso racional, de una evaluación de la situación. Pero no tardé en darme cuenta de que esa perspectiva era muy europea y que estaba fuera de lugar en un sitio como Menino Chorão.

Una milicia femenina

La cuestión fundamental era otra: ¿puede funcionar a largo plazo? Porque, en esencia, la idea se reduce a que las mujeres combatan la violencia masculina con violencia femenina.

Para mi siguiente visita, el sistema de María do Carmo se había perfeccionado. El grupo de mujeres había crecido hasta el centenar. Habían realizado unas 20 intervenciones, todas con éxito. Ahora eran una milicia vecinal que administraba su propia justicia.

Decidieron que los reincidentes debían abandonar el barrio. Si la mujer quería seguir con su maltratador, entonces tenía que marcharse ella también. «Hasta ahora hemos expulsado a 15 hombres», explicó María do Carmo, convertida en la alcaldesa no oficial de la favela.

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Más de mil mujeres mueren cada año en Brasil a manos de sus parejas, pero en Menino Choräo abuelas, madres y nietas se sienten a salvo. La líder y su círculo más cercano comparten un momento de relax.

A esto se añadía un rígido sistema de sanciones, al que bautizaron como ‘Disciplina’. «Al principio se llamaba ‘Domesticación’, pero a los hombres les sonaba a lo que se hace con un perro». Las mujeres elaboraron este código penal en sus reuniones semanales. La Disciplina contempla que, tras cometer un acto violento, el hombre sea atado a un árbol hasta que se le pase la borrachera. Así todo el barrio puede ver quién abusa de las mujeres. Luego, como multa, pueden seguir entre dos y cuatro semanas sin sexo, sin ir al bar, sin fútbol… Semanas en las que el maltratador tendrá que escuchar las burlas de otros hombres. Una humillación pública en toda regla en un país tan machista como Brasil. Las mujeres de Menino Chorão ya no eran solo la Policía de la favela, también la Justicia, el Ejército y el Consejo Municipal. Un Estado dentro del Estado.

La paz de las féminas

En una visita posterior asistí a una de sus reuniones. Mujeres de entre 18 y 50 años se sentaban en el patio trasero de la casa de Do Carmo. De un árbol colgaba un saco de arena, que usaban para entrenar. Cuando les comenté lo del Estado dentro del Estado, dijeron: «Aquí no hay Estado. Aquí no llega la Policía ni las ambulancias ni hay alumbrado público».

Pero creáis un sistema paralelo, un sistema que, además, es arbitrario.
«Puede ser. Pero a nosotras nos funciona mejor que el que teníamos».
¿Y quién hace las reglas?
«Nosotras. Todo el mundo está invitado, pero solo vienen mujeres».
¿Un matriarcado?
«Sí. Las mujeres somos las que gobernamos. Y reina la paz».
Les pregunté si podía hablar con alguno de los maltratadores. María do Carmo fue la primera en responder.
«Sí, claro. Con mi pareja».

Nascimento me recibió con recelo. Reconoció que intentó pegar a Do Carmo bajo el efecto de las drogas. Ella le rompió el brazo, cegada por esa ira incontrolable que lleva dentro desde que su marido intentara matarla. Nascimento, con voz apocada, lo admitió todo. Dijo que había cambiado, que la Disciplina era dura, pero que era justo. «Me alegro de no haber acabado en la cárcel. La Disciplina es el mejor castigo».

En mi siguiente visita, Nascimento ya no estaba. María do Carmo lo había echado. No porque hubiera intentado pegarle otra vez, sino por su adicción a las drogas. «Las mujeres del barrio tenemos tolerancia cero con las drogas. Si te drogas, estás fuera», manifestó.

Jardim Colombia, el barrio vecino, está controlado por un cártel de la droga. Cuando los capos supieron del matriarcado de María do Carmo, la amenazaron. Era una situación delicada. Las mujeres del barrio protegieron a Do Carmo, la rodeaban a todas horas como un ejército privado. «Un día reuní valor y fui a explicarles nuestro modelo contra la violencia; ellos también tienen madres y hermanas -me contó Do Carmo-. Y nos dejaron en paz. También quieren tranquilidad».

No pude ver al capo de Jardim Colombia, pero logré que me respondiera a un cuestionario: respetaba el modelo de Menino Chorão, hasta había copiado los castigos para maltratadores; el que pegaba a una mujer, por ejemplo, era expulsado del barrio.

¿Acepta también que las drogas estén prohibidas en Menino Chorão?
«Sí. Es decisión de las mujeres».

En Menino Chorão ya no había droga ni violencia. Así que poco a poco llegaron más mujeres. Menino Chorão ha crecido hasta alcanzar las 400 familias y los 2000 habitantes.

En mi siguiente visita, en 2018, las mujeres habían montado un huerto y un centro comunal en un cobertizo de madera. Y tenían agua y electricidad.

«Nuestras conclusiones son parecidas a las del #MeToo: castigar a los maltratadores. Pero, mientras todo el mundo habla de las actrices de Hollywood, nadie habla de las mujeres de las favelas. Y nos violan y nos matan a diario»

¿Conoce el movimiento #MeToo?
«He oído hablar de él -respondió Do Carmo-. Las conclusiones son parecidas: hay que dejar en evidencia a los maltratadores. Castigarlos. Pero en los barrios pobres nos violan y nos matan a diario. De las actrices de Hollywood habla todo el mundo. De las mujeres faveladas no habla nadie».

La Universidad de Campinas se había fijado en el modelo de María do Carmo desde hacía tiempo, incluso había organizado dos congresos sobre violencia doméstica, a los que la habían invitado.

En aquella visita, también hablé con el profesor Julio César Hadler Neto. El hecho de que las mujeres se tomaran la justicia por su mano le generaba malestar, «pero hasta ahora ningún otro sistema ha tenido éxito», explicó.

Tres mujeres asesinadas al día

Brasil es el campeón mundial en crímenes violentos; también contra las mujeres. Aquí, una mujer es víctima de malos tratos cada 7,2 segundos. En 2018, según el Foro Brasileño de Seguridad Pública, 1173 fueron asesinadas por sus parejas, el 40 por ciento de los feminicidios de América Latina. Hablamos de un país en el que su presidente, Jair Bolsonaro, le dijo a una diputada: «Nunca te violaría porque no te lo mereces».

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Raquel, de 18 años, vigila la comunidad. Es una de las 120 mujeres de su fuerza de seguridad.

 

«Lo importante es que el modelo de María do Carmo funciona, y lo hace en un lugar al que no llega la Justicia -dijo el profesor Hadler-. Debería copiarse en más sitios».

Menino Chorão es hoy una favela donde los vecinos se sienten seguros, una rareza en Brasil. La pobreza persiste, pero ahora tienen abogadas que las defienden y policías que acuden a las llamadas de emergencia. El grupo suma 120 integrantes. Unas cuantas me llevaron de paseo por la favela. Estaban orgullosas. «Primero, la lucha nos unió -me contó Do Carmo-. Luego perdimos el miedo. Ahora mejoramos las condiciones de vida para la comunidad».

Poco después, una tormenta arrasó el centro comunitario. «Ahora tenemos que empezar otra vez», comentó.

¿Así que nada de final feliz?
«Es solo un contratiempo», replicó.
¿Qué vais a hacer ahora?
«Pues seguir luchando».

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