Paradojas andaluzas

Arenas movedizas

Ya se ha teorizado suficientemente. El vuelco andaluz ha sido una suerte de fin de era, de estación término, de la metáfora que quieran elegir. Y estos días posteriores a la derrota del socialismo andaluz –a pesar de su victoria– se ha puesto en marcha la generación de postureo post electoral, de maniobras de acercamiento y alejamiento entre aquellos que han de pactar para configurar una mayoría de gobierno estable y razonable. En España sabemos mucho ya de todo ese mecanismo. En esta ocasión solo se pide a los negociadores que no desgracien la posibilidad de desplazar 36 años de poder socialista en Andalucía: unas nuevas elecciones no brindarían mejores soluciones ya que la movilización de la izquierda andaluza, pillada un tanto adormilada en estos comicios, dejaría poco margen a los que, por ahora, han conseguido una mayoría de cambio. Si el socialismo andaluz se moviliza masivamente ante la certeza de que de no hacerlo se queda sin el poder, los que ahora intentan articular un acuerdo de gobierno no tendrían opción alguna. Nadie me quita de la cabeza que, una vez comprobado el resultado de la abstención de votantes socialistas, muchos de ellos se están arrepintiendo a lo largo de estos días. Ver a tus líderes con la cara descompuesta, lamentando con incredulidad que les hayan desplazado de su cortijo privado, es demasiado duro para aquellos que han hecho del voto al PSOE una suerte de costumbre antropológica. No sé a la hora de escribir este artículo cómo va a derivar la negociación para saber quién va a presidir la Junta de Andalucía, pero, una vez comprobados los primeros compases, la cosa no pinta demasiado bien. Demasiados egos políticos. Con todo, las elecciones de 2018, las que adelantó Susana Díaz en el temor de que convocarlas más tarde le podían suponer demasiado riesgo por la sentencia del juicio de los ERE falsos, han derramado un curioso cúmulo de paradojas: el triunfador eufórico ha sido el último, el vencedor se tendrá que ir a su casa, el segundo es el que puede presidir el gobierno y el tercero pretende gobernar con el apoyo del primero y el segundo. Los socialistas han contemplado con asombro cómo les han pasado factura por su lenta decadencia y cómo un régimen asombrosamente longevo se derrumbaba ante sus narices. Treinta y seis años de poder, no obstante, no se desmontan de la noche a la mañana: el sembrado de militantes y partidarios en el funcionariado de la Junta, una elefantiásica estructura de miles y miles de individuos, no tiene que ser, de inmediato, un paseo administrativo. Pueden hacerte la vida imposible si se dedican, los más cafeteros, a entorpecer tu labor política. Quien se asome al balcón de San Telmo, especialmente si es el candidato popular, tendrá razones sobradas para sospechar de algunas estructuras –no de todas, evidentemente– y no le faltarán razones para convencerse de que gobernar será luchar contra los elementos externos, los circunstanciales y los internos, siendo estos últimos particularmente incordios.

Y luego está VOX, a la que la candidata socialista acusó de ser una formación política formada por maltratadores de mujeres, y que se estrena en las instituciones españolas. Ha robado votos a todos mediante el mecanismo de captar a quienes muestran cansancio y a quienes quieren manifestar su protesta. Todos la han alimentado y todos dependen de su decisión. Reciben insultos a diario y aparentan tener la piel dura, muy dura. El gobierno de la Nación deberá mostrar bastante más inteligencia estratégica si no quiere que esa irrupción sea mayor el día que convoque elecciones generales, cosa que, visto lo ocurrido en Andalucia, puede costarle un disgusto a los estrategas del absurdo que han creído que, potenciando a VOX, anulaban las posibilidades del PP y también de Ciudadanos de articular ninguna mayoría. Cosa que puede no darse por la desesperante y oportunista ambición de los riveristas, pero no por las iluminadas y redondas ocurrencias del Sanchismo y el Susanismo.

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